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MAGISTER

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Magister 34 (2022) 1‑7



Pequeñas pedagogías. Un relato/ensayo autobiográfico

* José María Rozada Martínez

Maestro y Licenciado en Filosofía y Letras



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PALABRAS CLAVE

Autobiografía, docencia, identidad, profesionalidad, teoría‑práctica.

RESUMEN

A través del brevísimo relato de una parte de su biografía profesional como docente, el autor ejemplifica lo que ha sido su conceptualización de las relaciones teoría‑prác‑ tica, articuladas a partir de las interacciones entre el estudio, la reflexión y la acción, conformadoras de pequeñas pedagogías situadas entre lo académico universitario y la docencia en las aulas de las escuelas y los institutos. Un espacio intermedio que se pre‑ senta como el más adecuado para el desarrollo profesional permanente de un sujeto reflexivo que esté atento por igual al conocimiento académico sobre la educación y a los quehaceres y circunstancias del aula, el centro y el sistema educativo, pero que a su vez implica (todo hay que decirlo) una identidad profesional difícil, en tanto que carente de institución, campo profesional y grupo de referencia históricamente constituidos que la promuevan y amparen.



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KEYWORDS

Autobiography, teaching, identity, professionalism, theory‑practice

Little pedagogy. An autobiographical account / essay

ABSTRACT

Through the very brief account of a part of his professional biography as a teacher, the author exemplifies what has been his conceptualization of theory‑practice relation‑ ships, articulated from the interactions between study, reflection and action, shaping small pedagogies situated between university academics and teaching in the class‑ rooms of schools and institutes. An intermediate space that is presented as the most appropriate for the permanent professional development of a reflective subject which is equally attentive to academic knowledge about education and to the tasks and circum‑ stances of the classroom, the center and the educational system. Nevertheless it implies (everything must be said) a difficult professional identity, as it lacks an institution, pro‑ fessional field and historically constituted reference group that promote or support it.


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*Autor de correspondencia: José María Rozada Martínez; josemariarozmart@gmail.com Recibido: 18/11/2021 ‑ Aceptado: 17/05/2022

Revista de Formación del Profesorado e Investigación Educativa Facultad de Formación del Profesorado y Educación Universidad de Oviedo

Enero ‑ diciembre 2022 ISNN: 2340 - 4728

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Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0

Sobre el título


Leí por primera vez la expresión pequeña pedagogía en un ar‑ tículo publicado por Ewald Terhart en el que venía a utilizarla como contraposición a la idea de una “gran pedagogía” que, de‑ cía él, “… aparece, cada vez con más claridad, como una exalta‑ ción injustificada del pensamiento pedagógico…” (Terhart, 1987,

p. 158). El autor no desarrollaba el concepto, sino que utilizaba la expresión como llamada a la prudencia y moderación con res‑ pecto a las expectativas que conviene depositar en el saber peda‑ gógico (o de las ciencias de la educación) en cuanto a sus posibili‑ dades de dar respuesta plenamente satisfactoria a las cuestiones referidas a la práctica docente. De inmediato la adopté porque me pareció muy apropiada para nombrar lo que venía siendo mi entendimiento de las relaciones teoría‑práctica pensadas a la escala de un docente de primaria o secundaria verdaderamente interesado en ambos campos. Este artículo trata, sobre todo, de eso, así que con lo dicho basta inicialmente como presentación de la primera parte del título.

En la segunda parte del mismo aparecen los sustantivos rela‑ to y ensayo, uno a cada lado de la disyuntiva barra que los une tanto como los separa. Relato tiene connotaciones más literarias, mientras que ensayo las tiene más conceptuales. Para la RAE, un ensayo es un “escrito en prosa en el cual el autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo per‑ sonales”. Ese “tema determinado”, aquí no es otro que el recu‑ rrente asunto de las mencionadas relaciones teoría‑práctica en la docencia. Contar cómo las he abordado en mi vida profesional tiene mucho de relato, pero explicar cómo las he conceptualiza‑ do se aviene mejor con lo que se entiende por ensayo. Cuando escribí mi autobiografía profesional (Rozada, 2018) me propuse incorporar ambas dimensiones. Asunto este nada fácil si tene‑ mos en cuenta que se trataría de conjugar el yo dialógico y el yo cartesiano mediante un recurso narrativo autobiográfico:


En lugar de entender el yo desde un marco epistémico, pro‑ pio de la herencia cartesiana, que privilegia las representaciones cognitivas y el razonamiento formal, el enfoque narrativo da prioridad a un yo dialógico (naturaleza relacional y comunica‑ tiva de la persona), donde la subjetividad es una construcción social, interactiva y socialmente conformada en el discurso (Bo‑ lívar et al., 2001, p. 22).


Lo dialógico tomará por sí solo el protagonismo en el relato, mientras que lo cartesiano habrá de ser ayudado, no solamente a hacerse visible, sino a reivindicarse como importante cuando se trata de aportar alguna conceptualización con voluntad de resul‑ tar útil para la formación del profesorado.

¿Por qué comenzar con tantas advertencias acerca del título?, se preguntará el lector. Pues porque como bien dice Cortés:


La presencia de un `otro´ en los textos autobiográficos y biográficos significa que son siempre escritos con al menos una doble perspectiva en mente: el autor y los otros. El ojo del otro dirige el ojo del escritor, lo lleva de la mano, le habla al oído, lo hace corregir y borrar las líneas malditas de su existencia. Esto implica reconocer explícitamente la `actitud intencional´ del es‑ critor que se entrega a narrar su vida… (Cortés, 1993, p. 271).


Es por ello importante aclarar cuanto antes cuál es esa “ac‑ titud intencional” que da sentido a este texto. Escribí mi auto‑ biografía profesional pensando en muchos “otros” (familiares,

amigos, compañeros, alumnos de la universidad y de la escuela, sus familias, políticos…), como no podía ser de otro modo, al es‑ tar lo personal, lo ideológico, etc., tan presente en lo profesional cuando hablamos de la docencia; sin embargo, dependiendo del contexto, considero necesario precisar cuál es en cada caso ese “otro” principal. Aquí es el profesorado no universitario y quie‑ nes se dedican a su formación inicial o permanente. Esto implica que la “actitud intencional” que se sitúa en primer plano está dirigida a ellos. En este caso se trata de favorecer el desarrollo de una identidad profesional poco habitual, que es la de reconocer‑ se situado entre dos mundos, el de la teoría y el de la práctica, que, institucionalmente, vienen a ser el de la investigación y pro‑ ducción de conocimiento académico universitario acerca de la enseñanza, por un lado, y el del trabajo en la escuela, el instituto u otro centro de enseñanza no universitaria, por otro. Todo esto dicho inicialmente así, de manera muy genérica, pero que iremos matizando un poco más, porque, como decía Gustavo Bueno, en su caso refiriéndose a las nociones de teoría y praxis: “…tomadas en bloque, son tan absolutamente genéricas y tan indetermina‑ das, que (…) sobre ellas no se puede decir casi nada. Y ello, debi‑ do a que estas nociones dicen mucho, dicen demasiado” (Bueno, 1977, p. 45).

Esa especie de hibridación entre lo narrativo y lo analítico no es un montaje acerca de mi vida profesional ideado a posteriori para justificar un determinado enfoque autobiográfico, sino que constituyó la dialéctica interna de la historia misma que se narra. En casi todas las publicaciones que hice no he hablado sino de mí mismo, de mi manera de enseñar, pero también de entender y tratar de explicarme y de explicar a otros los más diversos asuntos implicados en mi profesión. De modo que, como dice González, en su caso refiriéndose al relato fílmico, podemos hablar de “una forma narrativa que piensa”. La autora señala que, en lo referido a


…las relaciones de lo ensayístico y lo narrativo, no podemos dejar de lado el hecho de que en el ámbito literario, también se está trabajando con estas hibridaciones. Sin agotar la nómina, pa‑ rece necesario apuntar a la obra de Milan Kundera, W. G. Sebald, Claudio Magris, Enrique Vila Matas… Autores que incorporan la dimensión ensayística a sus relatos (…) Estos autores, en una línea semejante a la puesta en práctica en el cine, consideran la construcción de sus relatos como el espacio en el que se encuen‑ tran con las ideas, su forma de reflexionar (González, 2006, p. 4).


Dos esquemas


Los esquemas que formalizaron mi manera de pensar la profesión situándola entre la teoría y la práctica fueron nume‑ rosos, dado que formaban parte de las recurrentes tentativas de entender y enfocar mi trabajo como docente. Era mi yo cartesia‑ no, que reclamaba su presencia cuando el yo dialógico trataba de comunicarse. Dos de esas representaciones son las que más me convencieron.

La primera de ellas (Figura 1) surgió ante la necesidad de explicarme a mí mismo y luego a un seminario de colegas una manera de entender las relaciones teoría‑práctica, pensadas am‑ bas no como dos esferas bien definidas y claramente separadas (las del “conocimiento académico” y la “actividad práctica”), sino complejizando el asunto mediante la inclusión de un tercer espacio (el de la “conciencia ordinaria” del sujeto). Fue publi‑ cada en dos ocasiones, de modo que, dada la extensión que re‑ quiere una explicación detallada de lo que he presentado como las relaciones reflexivas, recíprocas y transitivas entre esos tres


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Figura 1. Relaciones entre el conocimiento académico, la conciencia ordinaria y la actividad práctica. Fuente: Elaboración propia

Figura 2. Estudiar, reflexionar y actuar, como vectores confluyentes creadores

de pequeñas pedagogías a través de teorías y prácticas de segundo orden.

Fuente: Elaboración propia


campos, remito al lector a dichas publicaciones (Rozada, 1996 y 1997)1. Aquí diré solamente que los tres vectores que señalan el ideal de convergencia entre esas tres esferas se inspiran en las propuestas que se reclaman de un enfoque crítico en el ámbito de la enseñanza, al pretender superar los reduccionismos en que incurren, por un lado, los enfoques técnicos (A‑C); por otro, los enfoques interpretativos o hermenéuticos (A‑B), y, por último, el reduccionismo (B‑C), consistente en ocuparse únicamente de las relaciones entre la subjetividad del docente y las prácticas que configura (y viceversa), dejando de lado las aportaciones proce‑ dentes del conocimiento académicamente elaborado.

Cierto es que ninguno de tales reduccionismos se da en esta‑ do puro, pero se trata de partir de un planteamiento alternativo, como es el de abrazar desde el principio el ideal de una conver‑ gencia que no toma como punto de partida ninguno de dichos reduccionismos por matizable que sea. Tal enfoque vendría re‑ presentado por esos tres vectores que desde el principio buscan confluir en un espacio donde se puedan encontrar y conjugar dialécticamente partes de las tres esferas, planteando dicha con‑ fluencia como un ideal, pero no en el sentido de utopía idealista, sino en el de “utopía racional”:


En general, las utopías (…) en sí mismas son irrealizables. Y por eso precisamente resultan además ampliamente compa‑ tibles con diversos programas concretos de acción (…) Las uto‑ pías incorporan un conjunto de objetivos ideales para la acción, pero no ofrecen mecanismos para conectar de forma unívoca esos objetivos con programas concretos de acción en socieda‑ des realmente existentes en algún lugar. Son utopías. Sin em‑ bargo, el carácter utópico de las utopías no las hace ser irracio‑ nales. Como en el caso de las teorías metafísicas, lo primero que se les puede exigir es que sean consistentes, y lo segundo, que sean sensibles a la realidad social y a los planes de acción concreta que se pueden formular en una sociedad (Quintanilla, 1984, pp.12‑13).


Ese espacio de encuentro vendría a representar el ideal eman‑ cipatorio al que apuntan los conocidos como enfoques críticos de la enseñanza, en donde pretenden situarse esas pequeñas pedago‑ gías que aquí se postulan.

El segundo de los mencionados esquemas (Figura 2) fue creado para explicar que los docentes, situados entre el plano


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1 Aunque he modificado el gráfico simplificándolo y ampliando las interseccio‑ nes entre las tres esferas mencionadas, en lo fundamental no se altera lo publicado anteriormente.

del conocimiento académico universitario y el de la enseñanza en la escuela o el instituto, si pretendemos desarrollar nues‑ tras pequeñas pedagogías particulares, debemos aceptar que, al establecer relaciones entre dichos planos, no lo podremos hacer directamente y siguiendo la lógica y las culturas propias de dos mundos tan alejados como la universidad y la escuela o el ins‑ tituto, sino que los vectores del estudio y la actividad práctica que parten de uno y otro, en el camino de su encuentro crearán otros planos intermedios, a los que cabría denominar teorías y prácticas de segundo orden. Remito al lector a las publicaciones donde este esquema ha sido explicado (Rozada, 2006 y 2007; Álvarez, 2013). En este mismo trabajo lo será de nuevo más ade‑ lante a propósito del relato del que forma parte a la vez que lo estructura.

Esos esquemas, surgidos como ensayos acerca de las relacio‑ nes teoría‑práctica en la formación del docente a lo largo de la vida profesional relatada, se adelantan aquí como soportes del relato en que se encarnan.


Un relato


En los primeros años de mi vida profesional el vector “es‑ tudio”, que canaliza los nutrientes académicos hacia la acción en el aula y la reflexión necesaria para procurar el encuentro entre uno y otro plano, fue tan débil que apenas existió. En 1965 todavía estaba vigente el Plan 1950 en las Escuelas de Magiste‑ rio, para cuyo ingreso bastaba con el Bachillerato elemental y una prueba de acceso. Los estudios (no universitarios) que se cursaban a lo largo de los tres cursos que duraba la carrera no eran mucho más que un repaso de lo dado en el Bachillerato. La parte didáctica de las disciplinas que los maestros íbamos a enseñar se reducía a unos temas finales del programa de cada materia que muchas veces se obviaban. Las asignaturas de con‑ tenido pedagógico eran pocas e impartidas casi siempre con la falta de vitalidad propia del dictado de apuntes. Alguna vez, cuando el responsable de la asignatura tenía experiencia de la escuela, sus clases no superaban la retahíla de anécdotas, cu‑ riosidades y consejos de sentido común emanados del modo de ser del profesor encargado. Mi propia actitud como alumno (entre los 15 y los 18 años) no era otra que la de superar el trá‑ mite y obtener el título de Maestro de Enseñanza Primaria. Así pues, mis comienzos en la docencia (y estimo que también es el caso de la inmensa mayoría de los maestros de mi generación) se situaron casi exclusivamente en el plano de la acción poco o nada informada, a merced, por tanto, de la “cultura empírica

de la escuela” (Escolano, 2000), de la que estaba fuertemente impregnado tras la larga y potente enculturación llevada a cabo desde la infancia en el seno de la institución en la que ahora tra‑ bajaba. Hoy es ampliamente aceptado que “… cada sujeto tiene una experiencia de lo que significa ser docente en la sociedad en la que vive, la cual se va concretando a lo largo de su paso por la institución” (Rivas y Leite, 2013, p.34), un hecho que, como es el caso de los mencionados autores, incluso ha dado lu‑ gar a un enfoque de la formación inicial del profesorado basado en un diálogo que parte de las narrativas del alumnado acerca de dichas experiencias. Bolívar también es autor (y coautor) de numerosas publicaciones sobre este asunto y sus múltiples di‑ mensiones:


…los procesos formativos deben articularse con la propia trayectoria biográfica, entendidos como procesos de desarrollo individual, de construcción de la persona del profesor, como re‑ apropiación crítica de las experiencias vividas. Al respecto, las historias de vida permiten partir del amplio corpus de conoci‑ miento y de experiencias que han configurado la propia identi‑ dad personal, como base para insertar biográficamente la forma‑ ción y asentar la identidad profesional en la personal (Bolívar, 2007, p. 15).


Puesto que las pequeñas pedagogías no pretenden ser una mera reformulación del repetido “cada maestrillo tiene su librillo”, sino que requieren un desarrollo conscientemente articulado, fundamentado y preferiblemente formalizado por escrito, como cabe exigirle a un relato que sea a su vez un ensayo, no hubo en aquellos primeros años de mi vida profesional nada parecido a lo que dicho enunciado implica. Bien es verdad que algunas iniciativas propias sí había, que tenía incluso autoestima de in‑ novador simplemente por el hecho de introducir cambios en la escuela que había conocido, tales como: procurar las salidas del aula; utilizar el proyector; introducir el dictado‑copia, que pri‑ maba la no comisión de errores ortográficos sobre su corrección a posteriori; modificar, a veces, la disposición de los pupitres; procurar la cercanía en la relación con los alumnos; tratar temas no incluidos en los programas oficiales; organizar algún que otro debate, etc. Todo ello sin más fundamento que el eco de algún sonsonete relativo a la necesidad de superar lo que se denomina‑ ba la “escuela tradicional”. También había esporádicos momen‑ tos de reflexión en los que me daba cuenta de mis carencias y me preocupaba aquella enseñanza basada en meras ocurrencias, tras las cuales había mucho más de inquietud ideológica y de ciertos rasgos de mi carácter que de conocimiento adquirido como for‑ mación para enseñar.

Mi relación con el conocimiento académico universitario se inició a partir del año 1973, que fue cuando, insatisfecho con lo poco que sabía, me matriculé en la Universidad para hacer Fi‑ losofía y Letras. Tuve entonces, por primera vez, experiencia de lo que era un conocimiento útil para algo más que examinarse de él. Era aquel, sin embargo, un saber estrictamente disciplinar, muy interesante, pero que requería ser repensado como conteni‑ do de la enseñanza no universitaria, lo que Arrieta (1989) deno‑ minaba el “reaprendizaje” de los contenidos. Esto último ocurrió cuando, por primera vez, comencé a acercarme con detenimiento a lo que era el conocimiento académico sobre mi profesión. Fue al acometer el compromiso de realizar una “Tesina” sobre la Di‑ dáctica de la Geografía, para ocuparme luego de su enseñanza en el Departamento de Geografía de la Universidad de Oviedo, cuando comencé a descubrir que no son identificables el valor

científico o académico de un conocimiento y el que tenga como contenido de formación no universitaria. Ello se debe a que la docencia, particularmente en los niveles de enseñanza obliga‑ toria, exige abordar numerosos asuntos distintos del contenido que se enseña, sobre cada uno de los cuales también existen co‑ nocimientos disciplinares que cabe encuadrar dentro de lo que denominamos ciencias de la educación, lo cual cambia sustan‑ cialmente las cosas en lo que se refiere a la formación del profe‑ sorado en esos niveles de enseñanza.

Entre 1982 y 1987 enseñé Ciencias Sociales en el Colegio Público Germán Fernández Ramos (Villar Pando, Oviedo). Allí surgió lo que fue mi primera pequeña pedagogía, aunque no la de‑ nominara así en aquel momento, sino que, más influido por el lenguaje propio de la didáctica, entonces la llamaba “método”. Me referiré aquí solamente a ese periodo, dado que en estas pá‑ ginas no cabe una vida profesional entera2.

La identificación del vector “estudio” como ineludible en la formación de la profesionalidad docente comenzó en aquel mo‑ mento, prácticamente sin duda alguna, es decir, como una evi‑ dencia que de suyo aparece en cuanto se despeja la interesada bruma tras la que se parapetan quienes optan por la comodidad del pensamiento ordinario, intuitivo o de sentido común. Lo cual suele ocurrir, bien para no complicarse la vida evitando asumir que su trabajo ha de ir mucho más allá del aula y los quehaceres prácticos que requiere, o para reafirmarse en una identidad pro‑ fesional ligada casi exclusivamente a un saber disciplinar. Los rasgos de la identidad profesional de no pocos docentes de se‑ cundaria han sido magníficamente historiados por Mainer:


En términos generales, los catedráticos de instituto (…) nota‑ rios del poder académico y de los saberes científicos propios de su disciplina, guardianes de la tradición ‑y esclavos de la rutina‑, fueron los creadores de una deontología profesional y de unas formas de decir y hacer en el aula cuyos ecos, cada vez más le‑ janos e inaudibles, todavía son reconocibles en los estratos más profundos sobre los que se alza la actual educación secundaria (Mainer, 2020, p. 82).


También Bolívar, refiriéndose al profesorado de secundaria, se ocupa de esta cuestión, haciendo notar lo que con frecuencia es utilizado como signo de distinción: “La identidad profesional, en los programas de formación inicial en España, ha sido (y con‑ tinúa siendo) la de especialista disciplinar” (Bolívar, 2007, p. 16). En aquellos años me fui acercando a los conocimientos que me parecían necesarios para mi formación. La cuestión de los modelos, tanto en su acepción de modelos teóricos, entendidos como los diferentes enfoques con los que cabe abordar las cien‑ cias humanas y, por tanto, las de la educación, como en la de modelos objeto o esquemas necesarios para estructurar ordena‑ damente un método de enseñanza, se impusieron pronto como asuntos imprescindibles para articular el trabajo y procurar la

coherencia.

En lo referido al primer asunto, la confluencia de la lectura de textos académicos con la vertiente ideológica que como activista tenía, me llevó a las concepciones de la enseñanza vinculadas a


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2Dependiendo de las circunstancias, que, a veces, suponen cambios radicales, un mismo docente puede verse obligado a desarrollar no solo una sino varias pe‑ queñas pedagogías a lo largo de su vida profesional. En mi caso, cuando, tras más de una década dedicado a la formación permanente en el Centro de Profesores de Oviedo, desaparecida la EGB, regresé a la Educación de Primaria en el año 2001 como maestro generalista, elaboré una segunda pequeña pedagogía. Una referencia breve a la misma puede leerse en Rozada (2018). También hablo extensamente de la misma, a propósito de la transversalidad contemplada en ella, en Rozada (2008).

la Teoría Crítica. A partir de ahí quedó definida la dirección que tomaría ese vector del “estudio”, que sería la de evitar, por un lado, la racionalidad meramente instrumental (A‑C) y, por otro, la racionalidad solamente práctica (A‑B). Sin embargo, esto no fue en mi caso tomado como el inicio de un camino de profundi‑ zación epistemológica, como habría sido ineludiblemente exigi‑ do si mi trabajo se hubiera dado en el contexto y con las finalida‑ des propias de la academia, sino que fue utilizado para procurar la coherencia con el pensamiento y la acción como docente en un aula de la enseñanza obligatoria3. Así surgió la denominación como “dialéctico‑crítico” del modelo que seguía. Esto señalaba ya la dirección del que denomino vector del “estudio”, como he dicho, dirigido al encuentro de la reflexión sobre mi manera de pensar y de la acción sobre la sociedad, la institución escolar y el aula. Esto puede ser considerado ya como una teoría de segun‑ do orden, porque nunca fue formulada para su contribución al pensamiento académico, sino como una referencia para dotar de fundamento a una pedagogía ligada a unas circunstancias sub‑ jetivas que, por tanto, habría de ser en gran medida ineludible‑ mente biográfica.

Por lo que respecta a la segunda acepción del modelo teórico, es decir, aquella que, como he dicho, se refiere al señalamiento de un conjunto de elementos y sus dimensiones, que nos permitan configurar ordenadamente un método de enseñanza, muy pron‑ to me acogí a lo que aportaba uno de los libros de más impacto en aquel momento en el campo de la didáctica o del currículum: Teoría de la enseñanza y desarrollo del currículo (Gimeno, 1981). En él se presentaba un modelo sistémico de seis elementos (objeti‑ vos, contenidos, medios, relaciones de comunicación, organiza‑ ción y evaluación). Sin embargo, a pesar de resultar muy clari‑ ficador, en su descenso hacia la acción, mi vector del “estudio” también se detuvo en el plano de las teorías de segundo orden para modificar aquella propuesta de origen académico en función de las exigencias del sujeto (que era yo) y de la acción (que era mi docencia). En ese segundo plano llevé a cabo una modificación del mencionado modelo hasta dejarlo en tres elementos (inten‑ ciones, contenidos y actividades), entendidos: “… como partes de un sistema (utilizando este concepto en un sentido amplio), cuyas relaciones son de mutua dependencia, de manera que para pronunciarse sobre cualquiera de ellos es necesario hacerlo con referencia a los otros dos” (Rozada, 1991, p. 3). Creo interesante señalar que ese segundo plano, el de las teorías de segundo orden, no por ser mucho más biográfico y menos académico que el pri‑ mero, ha de considerarse exento de la teorización necesaria para procurar la coherencia.

Esta coherencia teórica y el compromiso con la acción regían también a la hora de reinterpretar en ese segundo plano las otras lecturas que hacía referidas al resto de materias sobre las que también tenía que tomar decisiones propias. De ahí vinieron las preferencias por las lecturas de sociología crítica, necesarias para entender mejor el sistema de enseñanza y la adopción de una posición que conjugara posibilidades y límites de la institución escolar; o la predominancia del enfoque materialista de la Histo‑


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3Aunque, después de hacerlo con el Departamento de Geografía, colaboré du‑ rante años con el Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad de Oviedo, lo hice siempre procurando ser fiel a lo que la Ley de Reforma Universita‑ ria de 1983 establecía en el apartado 3 del Artículo 33 del Título V para la figura de Profesor Asociado: “… las Universidades podrán contratar, temporalmente, en las condiciones que establezcan sus Estatutos y dentro de sus previsiones presupues‑ tarias, Profesores Asociados, de entre especialistas de reconocida competencia que desarrollen normalmente su actividad profesional fuera de la Universidad…”. De modo que siempre entendí que mi actividad profesional estaba fuera de la Uni‑ versidad, acudiendo a esta, no a investigar, sino a explicar lo que pensaba y hacía fuera de ella.

ria en lo referido a la materia (Ciencias Sociales) que enseñaba; también del enfoque histórico‑cultural de la psicología y la psi‑ colingüística. Todas ellas eran lecturas que hacía en diferentes momentos más o menos sistematizados. Unas veces respondían al reconocimiento de mis carencias formativas en el amplio cam‑ po de las ciencias de la educación; otras las hacía a propósito de argumentar más ampliamente mis opciones teóricas y mis de‑ cisiones prácticas; muy frecuentemente respondían a un interés intelectual ya encauzado hacia algún tipo de aprendizaje (el de los conceptos, los principios, los procedimientos); también pro‑ venían de las referencias bibliográficas o recomendaciones explí‑ citas de algún autor o autora que estaba en la línea que seguía; otras, menos sistematizadas, las decidía hojeando libros en una librería, o escuchando a un colega que me ponía sobre una pista determinada, etc. En fin, un formarse sin la estela y el amparo de un maestro concreto, departamento académico o gremio que di‑ rigiera mis pasos, ante los que hubiera de “rendir cuentas” de lo que pensaba, hacía y contaba aceptando algún nivel de fidelidad a alguna corriente o escuela con la que estuviera académicamen‑ te vinculado. Se trataba más bien de un trabajar como autodidac‑ ta, siguiendo un empeño personal netamente biográfico, aunque no errático, sino preocupado por la búsqueda de fundamentados entre los que hubiera coherencia.

Al mismo tiempo que iba desarrollando en mi mente esas teo‑ rías de segundo orden, el vector que representa la “acción” se mo‑ vía buscando el encuentro con ellas y en su camino iba creando otro segundo plano, el de las prácticas de segundo orden, que ya no eran las tradiciones heredadas, las rutinas, el quehacer intuitivo o las ocurrencias, por innovadoras que fueran. Debían ser, ade‑ más, realistas y no ingenuamente soñadoras. El enfoque dialécti‑ co‑crítico obligaba, como he dicho, a conjugar el cambio y la con‑ tinuidad, las posibilidades y los límites, la iniciativa propia y las culturas establecidas en la escuela y en la burocracia del Estado. Las prácticas a las que me refiero no deben entenderse so‑ lamente como las acciones que llevaba a cabo en el aula, sino que incluyen también las que realizaba previamente, eso que en programación didáctica se suele conocer como fase “preactiva”. Así, por ejemplo, considero una práctica de segundo orden la dedi‑ cación de un tiempo considerable a decidir y explicitar mis deci‑ siones sobre los tres elementos que tenían mis unidades didácti‑ cas (intenciones, contenidos y actividades), lo cual significaba un importante distanciamiento de lo comúnmente establecido en el gremio, sobre todo porque esa decisión de trabajar solamente so‑ bre tres elementos podía defenderla haciendo referencia a lo que sobre el asunto se decía en el mundo académico, pero también a lo que eran mis condiciones y preferencias de trabajo. Decidía sobre las intenciones que guiaban la enseñanza de una materia, no desgranando un incontable número de objetivos, sino ape‑ lando a una especie de finalidad general que denominaba “ideal de formación”, un concepto tomado de Blankertz (1981) y que explico en Rozada (1997). Después, para cada unidad didáctica, formulaba una finalidad algo más específica, pero no idealmente concebida, cuya redacción, a veces, me llevaba horas, porque no se trataba de hablar por hablar y decir cosas bonitas que hala‑ garan mi propio oído y elevaran lo que he denominado mi au‑ toestima de innovador, sino de ser consecuente con ese ideal de formación que pretendía, pero atendiendo también a los conte‑ nidos de enseñanza y la dinámica de actividades que iba a pro‑ poner en clase. Nada debía ser formulado si no sabía con cierto fundamento cómo conseguirlo, aunque fuera de modo tentativo, de ahí que me atreviera a considerarme, de alguna manera, un

“investigador en la acción”.

La secuencia de actividades consistía en crear en el aula una dinámica que favoreciera: primero, la autoconciencia de las ideas que el alumnado tuviese sobre aquello que estuviéramos estu‑ diando; segundo, la confrontación de esas ideas con otras más elaboradas; tercero, la aplicación de las mismas a situaciones nuevas, apoyándoles cuanto fuera necesario al principio, pero procurando ir disminuyendo esos apoyos; cuarto, el recono‑ cimiento de los cambios conceptuales que se hubieran podido producir a lo largo del tema, y, finalmente (para no extenderme demasiado), tratando que estas estrategias aparecieran en clase de manera recurrente, pero no rutinaria, utilizando para ello una comunicación lo más parecida posible a lo que se entiende por diálogo. Todo lo cual estaba inspirado en principios derivados de lecturas de orientación constructivista, así como del compro‑ miso de utilizar el contenido con la intención de desarrollar la capacidad crítica del alumnado. Concretando aún más, solíamos comenzar una unidad didáctica planteando algunas cuestiones, oralmente o por escrito, que permitieran un coloquio inicial en clase; luego venía mi explicación de una pequeña parte del tema, ellos tomaban notas para las cuales yo les ayudaba a se‑ leccionar lo que eran las ideas principales; más tarde buscaban información relacionada con dichas ideas para que las activaran haciendo uso de las mismas, aunque solo fuera en el contexto académico de la biblioteca de la escuela, dados los límites que tiene para la acción externa la enseñanza institucionalizada; con ello iban construyendo el tema en su cuaderno de trabajo, pri‑ mero con mucho apoyo del profesor y progresivamente con me‑ nos; después concluíamos con algún tipo de puesta en común, y, finalmente, revisábamos (cada alumno o alumna conmigo) el trabajo de cada cual, derivando de ello una calificación mutua‑ mente razonada. Esta era la parte más concreta y visible de mis prácticas de segundo orden en aquellos años.

Sin embargo, en lo que al docente se refiere, no se deben en‑

tender estas prácticas como reducidas exclusivamente a sus as‑ pectos estrictamente didácticos, sino que el vector de la “acción” también estaba cargado de compromiso sociopolítico, en mi caso inspirado en el ideal de emancipación humana: la de mis estu‑ diantes, como incipientes ciudadanos y ciudadanas, y la mía, como docente empeñado en superar la condición de trabajador alienado, mediante el dominio teórico y práctico de su trabajo hasta donde sabe y puede. También la presencia en los órganos de gobierno con intención de democratizarlos y orientarlos en la dirección apuntada, el tipo de relaciones con las familias, la par‑ ticipación en colectivos en defensa de la escuela pública, la toma de posición ante ciertos aspectos de las reformas educativas, etc. Todo ello alimentado en lo posible por el vector del “estudio”, dado que tras dichas iniciativas había lecturas referidas a la ins‑ titución escolar que interactuaban con la ideología, favoreciendo e ilustrando la autocrítica reflexiva y la acción tanto en el aula como en el contexto en que se encontraba.


En resumen


Es en este torbellino de pensamiento y acción donde tienen lugar esas pequeñas pedagogías biográficas cuyo reconocimiento y desarrollo estimo que ayudaría a muchos docentes a encon‑

crítico, desalienado (emancipatorio, que diría Paulo Freire) del mismo.

Este compromiso con la confluencia de los vectores del “es‑ tudio”, la “reflexión” y la “acción” requiere una identidad profe‑ sional muy diferente a la comúnmente establecida, una manera distinta de entender la profesión docente, que recientemente he caracterizado como propia de unos profesionales algo así como “sin techo”, institucionalmente hablando, y sin grupo de refe‑ rencia:


En lo que respecta a mi profesionalidad, no fue la misma al principio que con el paso del tiempo. Esta afirmación se basa en un concepto de la profesión que no se deriva del sinnúmero de trabajos realizados en el ámbito de la sociología de las profesiones en general y de la profesionalidad docente en concreto, sino que procede de mi propia experiencia y reflexión autobiográfica (…). El resultado final, tras décadas de andadura en ese viaje a Ítaca, no es un seguro puerto de llegada, sino la convicción de que la identi‑ dad más adecuada para situarse y avanzar profesionalmente es la de entenderse a uno mismo como responsable y constructor de su propia pedagogía, que será pequeña por ser biográfica e intransfe‑ rible, por tanto, no generalizable, además de carente de institución y comunidad de iguales, académico‑universitaria o docente, que la acoja y ampare plenamente como algo llevado a cabo por «uno de los suyos» (Rozada, 2021a, p. 323).


Esto no quiere decir que se rechace lo mucho que pueden aportar las instituciones de formación si aciertan a incorporar estas ideas de manera transversal. Como acertadamente señala Quiceno:


…la construcción de la identidad profesional no puede estar extrínseca a los procesos de formación de profesores –no pude dejarse a la deriva–; si bien no depende enteramente de la institu‑ ción formadora, esta tiene la responsabilidad social de acompa‑ ñar de forma más directa este proceso. Dicho acompañamiento debe ser transversal al currículo universitario, fortaleciéndose desde el ingreso hasta el grado, e incluso después de ello, contri‑ buyendo a hacer de la práctica un proceso de reflexión constante e intencionada (Quiceno, 2017. p. 172).


Hablo de profesionales solitarios la mayor parte del tiempo, individualizados, aunque no necesariamente individualistas4, ensayando relacionar teoría y práctica dentro de sus posibili‑ dades, hablando y escribiendo sobre ello para compartirlo con otros, pero preocupados, no tanto por el “impacto” que sus apor‑ taciones tengan en el mundo académico, como sobre sí mismos, su espacio de acción en el aula, el centro, el sistema de enseñanza y algunas otras personas (más bien pocas, ciertamente) intere‑ sadas en una profesionalidad como la que aquí, con la mayor brevedad, se relata y ensaya (Rozada, 2021b).


Fuentes de financiación del trabajo


El trabajo no ha recibido financiación para su desarrollo.

trar un lugar y unos instrumentos más adecuados a su profesión                                

de los que habitualmente se les ofrecen. Mi convicción es que la idea de pequeña pedagogía puede ser muy útil para todos aque‑ llos compañeros y compañeras dedicados a la docencia, siempre que tengan o desarrollen un interés intelectual por su trabajo, motivado por la pasión de ser coherentes con un entendimiento

4 El Capítulo VIII de Hargreaves (1996), contiene una magnífica defensa de una individualidad que corre el peligro de ser arrasada si no se sabe diferenciar bien del individualismo. Sobre ello puede verse una breve reseña en Rozada (1997). En la práctica, he buscado siempre compartir el esfuerzo individual en el marco de colec‑ tivos diversos, como fueron, entre otros, el Seminario Regional de Ciencias Sociales, los Grupos Asociados para la Investigación y la Acción, La Plataforma Asturiana de Educación Crítica y la Federación Icaria (www.fedicaria.org).

Agradecimientos


Dedico este artículo a mi amigo el maestro salmantino Julio Mateos Montero, por los acercamientos y las divergencias so‑ bre nuestros respectivos enfoques de las relaciones entre teoría y práctica en la docencia, siempre expresados a través de inter‑ cambios serenos y razonados, respaldados por horas de trabajo nunca rentabilizadas, por ambas partes, en términos académi‑ cos ni burocráticos, con expresa referencia a sus escritos Mateos (2004 y 2014).


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