ISSN 1989-1970

Abril-2022

Full text article

https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom

Fecha de recepción:

08/01/2022

Fecha de aceptación:

24/03/2022

Palabras clave:

 

Keywords:

 

 

 

ALGUNAS PALABRAS SOBRE LA FUNCIÓN DEL MÉTODO HISTÓRICO EN LA ENSEÑANZA DEL DERECHO

 

 

A FEW WORDS ON THE ROLE OF THE HISTORICAL METHOD IN THE TEACHING OF LAW

 

Raymond Saleilles

Profesor agregado de la Facultad de Derecho de Dijon

Diego Salinas Mendoza. Traductor.

 

(SALEILLES, Raymond. Algunas palabras sobre la función del método histórico en la enseñanza del derecho. SALINAS MENDOZA, Diego, traductor. RIDROM [on line]. 28-2022. ISSN 1989- 1970. p. 467-498 https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom)

 

 

 

 

 

     Los programas de estudios jurídicos han sufrido profundas transformaciones: se ampliaron los antiguos marcos, permitiendo que se incorporaran una serie de asignaturas muy descuidadas hasta ahora de las ciencias políticas y sociales. No se trata solo de nuevos cursos que forzaron su ingreso a los programas de la licenciatura, sino de un nuevo espíritu que parece querer remozarlos.

     La enseñanza de los derechos romano y civil, así como de las ramas que se vinculan con ellos, únicamente considera procedimientos del método deductivo: se trata del método de la observación, y por tanto, el método histórico más puro, que hará su aparición en nuestros anfiteatros con la introducción de nuevas asignaturas de licenciatura.

     Por doquier se percibe una suerte de antagonismo entre los nuevos y los antiguos cursos: los consagrados a la ciencia del derecho privado seguirían el método del razonamiento geométrico, que parece ser el único que les conviene, sin tener nada que prestarse del contacto con sus nuevos vecinos; los otros, basados exclusivamente en la observación de los hechos, deberían cuidarse de acudir a los procedimientos ordinarios de la enseñanza jurídica; y aquellos profesores de nuestras facultades, que tendrán a su cargo los cursos recientemente instituidos, deberán desprenderse de su educación primera, y dejar de recordar, cuando incursionen en los dominios de las ciencias políticas y sociales, que son jurisconsultos.

     Hay consenso en reconocer que las ciencias del Estado no podrían enseñarse igual que una materia de derecho privado. Las transformaciones del derecho público son más notorias y frecuentes que las del derecho civil, que gracias a nuestro código civil adquirió una fijeza que casi nos exime de preocuparnos sobre la evolución allí suscitada, lo mismo que en otros sectores del plano de los usos e ideas jurídicas. La interpretación debe referirse al texto, sin separarse del derecho.

     En derecho público, la interpretación del texto importa mucho menos que el funcionamiento, resultante de la práctica, de los principales engranajes del Estado. Si el Estado se asimila con un ente organizado, cada uno de los cuerpos políticos que sirven a su funcionamiento conforman pequeños organismos sometidos a las mismas leyes de transformación, incesantes y casi inconscientes. La forma de actuar de cada parte y los usos que paulatinamente modifican la maquinaria política, introducen nuevos procedimientos no previstos en la Constitución - que no podría haber tolerado -, y la calificación de ilegalidad que puedan atribuirle los teóricos, pretextando que contradicen el pensamiento de los autores de la Constitución escrita - como haría el jurista respecto a una solución contraria a la voluntad presunta de los autores del código civil -, muestran cuán poco conocen su oficio. Para resolver temas de derecho constitucional, el verdadero hombre de Estado tendrá en cuenta las transformaciones que la Constitución pudo sufrir en su texto, lo mismo que por la práctica.

     Existe acuerdo en estos aspectos esenciales, sin embargo, las distinciones aceptadas ¿no exageran la separación que existe entre las diferentes ramas de la enseñanza jurídica?, y la consecuencia que podría derivarse derechamente de una oposición tan marcada, ¿no señalaría que los jurisconsultos de nuestras facultades, debido a su educación y espíritu, son los menos competentes para enseñar ciencias sociales? Considero que estamos frente a un mal entendido, que sin duda proviene, exclusivamente, del exterior de las transformaciones internas que se produjeron en la enseñanza de las ciencias jurídicas desde hace algunos años.

     Por doquier y en todos los campos, la enseñanza del derecho dejó de ser puramente doctrinaria para considerar - más que en el pasado - la práctica de los hechos. Esta tendencia responde a los procedimientos del método histórico, que no es otra cosa que la observación de los fenómenos de la evolución social, conforme van apareciendo.   

      No dudo que se trate de una consecuencia - tal vez muy remota - en su realización práctica de la campaña emprendida por los jurisconsultos de la escuela de Savigny. En primer lugar, parece que la tesis de Savigny apenas considera los procedimientos de interpretación, por ende, el modo de aplicación de la ley. La escuela histórica de Savigny se ocupó especialmente de la formación y eclosión del derecho, negando al legislador la influencia que siempre le concedió la Escuela Filosófica en la creación del derecho; siguiendo a Hegel devolvió el derecho a sus verdaderos orígenes, a la elaboración inconsciente que se produce en las clases populares, que son el suelo vivo del derecho, y desarrolló la idea jurídica en la conciencia de la nación: “la ley reconoce al derecho pero no lo crea” (es una fórmula muy conocida).

     Sin embargo, cuando la ley se apodera de las nociones que consiguieron aceptación como expresión del pensamiento jurídico de una época, dotándolas simultáneamente de una sanción, así como de un contorno claro y definitivo, debe admitirse que la ley debe ser respetada, habiendo un solo procedimiento legítimo de interpretación, si se quiere asegurar su acatamiento, que consiste en extraer consecuencias de los principios según el espíritu de la ley. Este planteamiento de la escuela histórica goza de predicamento.

     No parece que el destino de la escuela de Savigny fuera influir sobre nuestros métodos de enseñanza, porque nos encontramos en presencia de una legislación codificada, y no tenemos que investigar cómo debió eclosionar el derecho, sino interpretar el derecho que se volvió ley positiva y formal.

     Afortunadamente, no sólo tenemos que estudiar una legislación actual y viva; el derecho romano conserva en nuestros programas su lugar de honor junto al derecho civil francés. Nuestros antiguos maestros, imbuidos en los procedimientos tradicionales de la escuela filosófica, explican el derecho romano como si fuera una legislación de una sola pieza, considerada en su coronación final recogida en las obras de Justiniano, como si el Corpus Iuris debiera recibir, todavía hoy, aplicación práctica. En todo caso, se lo considera - como lo hacían nuestros antiguos juristas - la razón escrita encarnada en su más alta formulación, que bastaba presentar como un modelo de deducción racional sin que fuera preciso preocuparse demasiado en los procesos de su formación histórica.  El profesor se circunscribía a la exégesis de las Institutas, la totalidad del derecho romano: ¿cuántos profesores de derecho romano hay todavía ahora en nuestras Facultades, que siguen el texto de las Institutas, haciéndolo base de su enseñanza?     

     Desconozco si las ideas de Savigny influyen directamente en nuestros procedimientos de estudio, pero llevadas a los anfiteatros por maestros como Gide - por no hablar de los que se fueron -, han renovado de pies a cabeza la enseñanza del derecho romano. Nuestras Facultades prodigaron formación en esa escuela sin que ninguno de nuestros jóvenes profesores omitiera asumir como ideal y modelo al eminente maestro cuyo recuerdo ahora rememoro.

     El derecho romano que presenta Gide no es una exposición geométrica de fórmulas puramente abstractas que suele desalentar a los principiantes, sino una legislación viva, con toda la riqueza de sus consecutivas florescencias. Se nos reprocha haber descuidado el estudio de las ciencias sociales; no obstante, recuerdo ciertas partes del curso de Gide que ofrecen las más bellas páginas de estudios sociales que puedan ser leídas. El corazón de la materia no se constituye solo con la fórmula jurídica, sino con la observación de cómo opera y eclosiona la práctica del derecho en todas sus manifestaciones: ver las ideas asomarse a la luz, suscitarse nuevas tendencias en las fricciones y necesidades de los casos, forzando la expansión de los antiguos márgenes jurídicos. Se siente el esfuerzo combinado de todas las clases sociales, la lucha de sus intereses y los conflictos vitales, suministrando diversidad de materiales jurídicos; el espíritu de abstracción de los jurisconsultos asiendo esa materia brutal y vertiéndola seguidamente en sólidos principios, nacidos y formados por la práctica, cuya concatenación constituye la historia del derecho romano. Los textos condensaron toda esa eclosión de vida jurídica en algunas fórmulas abstractas cuya llave sólo el jurista poseía, pero que únicamente un historiador podía descubrir su génesis y sentir, por esa suerte de adivinación que proporciona el estudio de los contextos, el valor de la aplicación práctica. Hablo de Gide, pero me sería fácil sustituirlo con cualquiera de sus sucesores, a los que se aplicaría exactamente todo lo señalado a la manera como el derecho romano se enseña hoy.

     El derecho romano, que proporcionó a la escuela el más maravilloso instrumento de lógica deductiva que sea posible utilizar, es la senda que debemos emprender en los procedimientos del método experimental. Puede que todas las enseñanzas de la práctica moderna no sabrían hacerlo mejor, porque allí donde la práctica sólo nos muestra hechos, sin que tengamos una muy segura base para hacer la selección y medir el valor desde el punto de vista de la duración, el derecho romano sólo nos proporciona resultados, es decir, una selección ya hecha, y por consiguiente, en ese batiburrillo de hombres y cosas que forma la vida, nos permite conocer lo que ha sobrevivido, y puede ser que también aprehendamos la ley de esa permanencia y las razones que podrían explicar el triunfo de tal idea jurídica o tal institución sobre la masa de concepciones o intentos, hoy olvidados.

     Si se examina de cerca, tales razones corresponden - casi siempre - a una manifestación más clara de la justicia en el mundo. El progreso orgánico en el terreno de la evolución jurídica se dirige a un ideal de justicia y razón. El legislador se equivoca cuando pretende descubrirlo y encarnarlo en una fórmula prematura, que muy a menudo resulta ser falsa, pero los hechos - que no engañan - nos encaminan por un insensible progreso. En ese sentido, la alianza de los dos métodos, experimental y deductivo, tranquilamente podría conducir al acuerdo de ambas escuelas, histórica y filosófica, o al menos permitir distinguir lo que hay de verdadero en una y otra.

     Lo que más impresiona al jurisconsulto que estudia la historia del derecho romano, es la facilidad que tuvo la fuerza expansiva del derecho práctico para hacer surgir nuevos órganos y manifestarse en fórmulas positivas. Una nación que está reducida a un mecanismo legislativo, cuando encara el progreso jurídico corre el grave peligro de acompañar el avance que se presenta, solo a gran distancia, porque nada es más complicado que ponerlo en marcha. Así, la reforma que podría efectuar en sí misma, a partir del uso, puede que jamás vea la luz si debe someterse a la prueba, siempre artificial, de una discusión parlamentaria.

     Cuando los romanos estaban confinados a los límites de su pequeña ciudad, apenas conocieron otro procedimiento de formación jurídica que la Lex, pero rápidamente encontraron otros órganos más versátiles que se adaptaban con mayor facilidad a la manifestación del derecho. La jurisprudencia pretoriana fue, entre todos, el dispositivo más maravilloso de creación jurídica, de una exquisita precisión, porque fue un instrumento de experiencias y sucesivas pruebas. Si la reforma propuesta por el pretor en su edicto resultaba muy aventurada, era casi seguro que su sucesor ya no la recogería. Cuando una fórmula pretoriana atravesaba por varios edictos sucesivos, tenía oportunidad de corresponderse con la conciencia jurídica del país, y con alguna necesidad general del pueblo romano.

     Posteriormente fueron los jurisconsultos de profesión quienes asumieron la función de órganos del progreso jurídico, no se conformaban con verificar las necesidades que emergían, sino que daban a las vagas concepciones de la práctica la fórmula jurídica destinada a exponer simultáneamente, el principio racional y todas sus posibles aplicaciones. El prolongado trabajo de la doctrina adquirió tal importancia, que las concepciones unánimemente aceptadas por los principales jurisconsultos debieron ser aceptadas como fórmulas legales.

     Mientras existió en el pueblo un claro sentido de justicia y una tendencia genérica a un ideal de precisión y razón, el derecho en Roma progresó incesantemente, y para manifestarse siempre encontró un órgano que, simple auxiliar al principio, terminó por convertirse en un órgano legislativo en el sentido lato de la palabra. Fustel de Coulanges, en el prefacio de su último libro dijo, aludiendo a su propio método:

«Toda sociedad es un ser viviente, el historiador debe describir la vida. Hace algunos años se inventó la palabra sociología. La palabra historia tenía el mismo significado y decía la misma cosa, al menos para los que la entendían bien. La historia es la ciencia de los hechos sociales, es decir, la sociología misma».

    Hoy son mayoría quienes perciben la enseñanza del derecho romano, conforme la describí, haciendo excelente sociología, y desconozco si existe iniciación más fructífera en el estudio de las ciencias sociales. Sin embargo, para dar esa forma a los estudios jurídicos, aprovechando su utilidad, es preciso tener un amplio margen de acción para poder ocuparse minuciosamente de los detalles, a veces nimios, de la vida de un pueblo.

     Se exagera cuando se dice que la enseñanza del derecho romano de ninguna manera debería impartirse copiosamente. Confinado a un año, como algunos piden, sería reducido a pocas fórmulas abstractas que tendrían la pretensión de trazar las grandes líneas del desarrollo histórico, siendo todo lo opuesto al método histórico que debe comenzar con el análisis, en lugar de contentarse con una síntesis vaga y prematura. La enseñanza del derecho romano concebida y distribuida profusamente, debe ser entre nosotros el mejor auxiliar de los estudios de ciencias sociales, y asombra que varios partidarios de los nuevos estudios le sean hostiles o quieran reducirlo a su mínima expresión, lo que es más peligroso todavía, porque más vale suprimirlo que desfigurarlo. La eliminación del derecho romano sería deplorada por cualquiera que posea sensibilidad jurídica, por cualquiera que ame la historia, y por todos los que se preocupan por los buenos métodos y el progreso de las ciencias jurídicas y sociales.

     No sólo la enseñanza del derecho romano se transforma, sino que nuevas asignaturas históricas se añaden a los programas de nuestras Facultades. El curso de historia del derecho francés ofrece inapreciables servicios, situando a nuestro código civil en su contexto histórico, porque hasta ahora fue tratado como una obra aislada carente de punto de partida, siendo preciso mostrar que era parte de una continuidad. Además, la historia del derecho francés constituye la historia de nuestra propia formación social. En nuestras Facultades existe común acuerdo para acercarlo al derecho privado, difícilmente accesible a los estudiantes de primer año que están limitados a la historia del derecho público, concebido en sentido lato, como la historia de la sociedad francesa en general.

     Una vez más puede presenciarse un fenómeno jurídico semejante al que muestra la historia del derecho romano, y seguramente más llamativo. Me refiero a la adaptación de los órganos jurídicos al progreso del desarrollo del propio derecho, que es visible especialmente en un país de legislación consuetudinaria. Desde otra perspectiva, puede decirse que fue la idea de derecho la que persistió en medio de la anarquía social de los siglos IX y X, salvando a una sociedad lista para desequilibrarse, y proporcionó al feudalismo la sólida base contractual sobre la que edificó un verdadero sistema jurídico, político y social. Librar al pensamiento jurídico del caos de ideas que siguió a las invasiones es tarea para la que los profesores de derecho están mejor preparados que nadie. No hay quien, sin dejar de ser jurisconsulto y convertido en historiador, no pueda encontrar en sí, la sustancia de un perfecto sociólogo, porque derecho e historia son los dos componentes de la sociología.

     Tal es la línea trazada - con mayor claridad - para la enseñanza histórica en nuestras Facultades, de esta manera nos encaminamos paulatinamente a la barrera que se considera infranqueable, la que separa los predios del pasado y la legislación civil actual, terreno que según admiten todos, está reservado exclusivamente al método dogmático. Sin embargo, ¿se tiene plena certeza de ello? Me doy cuenta que toco aspectos delicados, pero también un enorme prejuicio que no está bien acreditado: ¿es verdad que el método histórico no tiene nada que ver con la interpretación del código civil? 

     No hay profesor de derecho civil que no preceda las materias que enseña con una seria introducción histórica, prefacio que no influye en la interpretación del texto. Desde otro punto de vista, si el pensamiento del legislador permanece oscuro, no se duda en buscar la explicación en el examen de las circunstancias históricas que pudieron inspirar la disposición incierta, reubicándola en su ambiente formativo. No obstante, la historia del texto se limita a revelar el espíritu de la ley: si la ley es clara y el texto no es dudoso, solo cabe aplicarla deduciendo sus consecuencias, prescindiendo de cualquier otra circunstancia. La observación de los hechos sirve para criticar la ley, sin que ningún enseñante de derecho omita señalar su aporte práctico, ni la interpretación pueda prevaler modificando las consecuencias lógicas de un principio o fórmula legal.

     Debemos reconocer que después del Código Civil se presentaron profundos cambios en la situación económica del país: surgió un movimiento financiero, industrial y comercial, cuyos múltiples aspectos motivaron la creación de nuevos procedimientos jurídicos. Continuamente, las nuevas necesidades originan novedosas combinaciones y concepciones hasta ahora inadvertidas. La específica comprensión que se tenga de una materia determinada, puede abrir paso a una idea de justicia muy diferente a la que inspiró a los autores del Código Civil.

     ¿Cómo introducir en el derecho positivo los cambios que aparecen en el curso de la vida y la práctica de actos concretos? Habrá quienes propongan una respuesta contundente: obligar a que los contratantes describan minuciosamente lo que quieren. Sin embargo, todos saben que en materias comerciales se describe tan poco como sea posible prefiriendo la brevedad, y que los particulares, perfectamente conscientes del resultado práctico que buscan, son poco diestros en especificar la fórmula jurídica, temiendo con razón apartarse de la vieja rutina de las cláusulas conocidas, sin sospechar que la sutileza de un jurista puede extraer nuevas formulaciones de un contrato.

     Nos queda la ley, pero es preciso poner en marcha el aparato legislativo, siendo casi desesperante verlo realizar el progreso jurídico. ¿Podemos estar seguros de que la ley es - en determinados asuntos - el mejor procedimiento para fijar el derecho? Por su naturaleza, la ley es imperativa y general. Siendo imperativa, pone fin - a veces muy rápidamente - a las experiencias que la libre iniciativa puede suscitar. Siendo general, prohíbe la diversidad de usos, excepto derogación expresa, recurso poco efectivo conforme he señalado. En otras palabras, establece una regla única donde pudo acordarse un régimen más flexible y elástico. En cualquier caso, sería injusto lamentarse de que la ley tenga la capacidad de seguir la marcha del progreso realizado, todos saben que es impotente para funcionar con la regularidad de la evolución. 

     En un país como la antigua Roma, donde el derecho disponía para manifestarse de una multiplicidad de órganos más flexibles y manejables - igual que la antigua Francia, donde se mantenía la costumbre, fuente viva, siempre abierta a la eclosión jurídica -, podía tenerse la seguridad que el desarrollo del derecho jamás se detendría. Empero, Francia es uno de esos raros países donde el derecho solo dispone para manifestarse de un órgano único: la ley. Inglaterra tiene sus cortes de equidad que corrigen o complementan diversos aspectos de su derecho tradicional. Alemania - pendiente de aprobar el Código Civil - dispone de su derecho común, que se remite a los principios absolutamente generales del derecho romano, siendo que para los detalles se sujeta al desarrollo doctrinal, pudiendo afirmarse que los romanistas alemanes continuaron durante el siglo XIX- respecto a la legislación de su país, por lo menos - la obra de los jurisconsultos romanos, cuyas opiniones eran aceptadas como expresión de la ley: el Heutiges romisches Recht de los alemanes es un derecho que permanece sujeto a la constante evolución del pensamiento jurídico, tomado en su más alta expresión, aquella de la ciencia y doctrina. En Francia carecemos de aquello, sea en la jurisprudencia o doctrina; si prestáramos atención, progresaría la ciencia jurídica y el derecho en general. El derecho, como toda obra del espíritu humano, vive de libertad; cuando su expansión cesa se identifica con la rutina y deja de ser una ciencia para convertirse en un arte, más o menos sutil.

     De esta manera vuelvo al tema ya mencionado: ¿es cierto que en determinados casos, el intérprete no considera las manifestaciones actuales del progreso jurídico en la interpretación de la ley? Dicho de otra manera, ¿es verdad que el método de observación - que no es otro que el método histórico -, siendo adecuado solo para la crítica de la ley, debe ser absolutamente extraño a su interpretación?

     Es necesario realizar una distinción: tratándose de una disposición estrictamente imperativa, motivada en una razón de orden público o de interés general, es natural que en todos los casos el intérprete deba inclinarse y esperar la reforma del legislador. En general, no se trata de tópicos sobre los que la opinión o la práctica tiendan a variar con frecuencia, en tanto que el progreso jurídico, lejos de sufrir con la lentitud del aparato legislativo, se beneficiará de él; se trata de materias donde las reformas precipitadas son de temer.

     Nos encontramos en el terreno de los acuerdos, el más propenso a las transformaciones, cuyos principios fijó el Código Civil en la parte de las obligaciones y completó con los contratos particulares. Con las reservas del caso, nunca se insistirá suficientemente en que la libertad de las convenciones es el único principio imperativo en el campo de las obligaciones. El método histórico recupera su fuero donde hay convenciones libres, porque para desentrañar el sentido de una de ellas - foco de nuestra atención - no basta referirse a lo que expresa, sino que debe considerarse lo que pudo haberla inspirado. La doctrina tiene el deber de suscitar y expandir las nuevas concepciones dignas de tenerse en cuenta, espacio que permanece abierto al libre desarrollo del derecho.

     Enfrentamos un inconveniente. Respecto a los contratos particulares o en la teoría general, el Código instituye principios, ¿es posible liberarse de ellos? Depende: existen concepciones racionales puras que reflejan lo que en su momento el legislador consideró era la razón inmutable o la justicia absoluta, habiéndole atribuido valor imperativo en el mismo título que las disposiciones de orden público, conforme al pensamiento de los autores del Código Civil; sin embargo, ello constituye la excepción. Las demás, que constituyen la gran mayoría, solo son presunciones relativas, basadas en los usos vigentes al comenzar el siglo, o con más frecuencia, en una inclinación del legislador por una de las alternativas que se le presentaron. Para que una presunción admitida caiga frente a prueba en contrario, no se precisa que una cláusula expresa desplace a la cláusula legal, bastará un conjunto de usos contrarios a la presunción legal, en los que se inspira la convención. Estamos frente a un caso evidente, donde el texto ya no es aplicable y permite admitir todas las nuevas concepciones de la ciencia jurídica.

     Admito que la última hipótesis es más delicada, ocurre cuando el legislador elige, guiado por sus preferencias, entre dos interpretaciones posibles. ¿Para desvirtuar la presunción relativa es preciso requerir una cláusula expresa?, ¿bastará un conjunto de usos y concepciones vigentes, de donde pueda inferirse una voluntad contraria? Me siento tentado a distinguir entre el conjunto de concepciones utilizadas que desembocan en una presunción contraria, presunción contra presunción, debiendo preferirse la voluntad del legislador contenida en el Código, a falta de prueba expresa. Sin embargo, cuando de las mismas circunstancias - por ejemplo, el propósito económico perseguido, o el conjunto de convenciones anteriores parecidas interpretadas en sentido distinto al de la presunción legal -, resulta prueba suficiente de la voluntad de las partes, la duda termina y deberá aceptarse la posición admitida, aunque sea contraria a la presunción legal.

     Por lo tanto, muchos aspectos de las disposiciones legales sobre obligaciones permiten admitir cualquier otra concepción jurídica que tenga la capacidad de producir una solución distinta a la contenida en la ley, siempre que la voluntad de las partes se desprenda claramente de los nuevos usos. En este sentido, si la acción de la justicia propicia su aparición o revela nuevas concepciones que armonicen mejor con las necesidades del comercio o de la vida moderna, la prueba de la voluntad contraria - que actualmente debería buscarse en las circunstancias propias de cada contrato en particular - podría originarse de una presunción general, conforme al nuevo desarrollo de la vida jurídica, idónea para sustituir un día a la contenida en el código civil.

     A quienes solo ven temeridad en todo lo dicho, les recomendaría que revisen la muy interesante evolución de la jurisprudencia respecto al celebérrimo tema de la inalienabilidad de la dote mobiliaria, donde el torrente de la vida misma se ha impuesto, lo que no lamento, pero subrayo que no se trata solo, como en la hipótesis que propuse, de enervar una presunción legal en una materia en la que las convenciones son libres, sino de expandir una incapacidad artificial que a partir del derecho común no puede crearse mediante una simple convención y que la ley, por sí sola, no puede establecer.

     En síntesis, junto a las convenciones previstas por el Código Civil, pasibles de nuevas interpretaciones, existe un espacio infinito de convenciones que el código no puede desconocer, irreductibles a los contratos que describen nuestras leyes y que únicamente permiten una aplicación muy restrictiva de los principios generales que solo son axiomas puros de la razón, evidentes por sí mismos. Por lo tanto, el terrero de los descubrimientos disponible a las investigaciones de la ciencia jurídica es infinito en sí mismo, tan extenso como la esfera de las necesidades que pueden surgir del contacto con la vida y en presencia de múltiples intereses diversos. Entonces, ¿puede afirmarse que la función del intérprete ha concluido, que se dijo todo lo que podía decirse sobre el sentido de nuestras leyes? Admito que el papel del intérprete, conforme al significado de las palabras, terminó desde hace tiempo; sin embargo, la función del investigador que sigue la evolución de los hechos y busca adaptar el derecho a los fenómenos sociales que aparecen jamás termina. Por otro lado, afirmar que recién comienza implicaría maltratar a los eminentes maestros que me circundan, cuyas lecciones atesoro, pero reconozco de buen grado que dicha función es apenas conocida por el público que transita por nuestras Facultades.

     Estoy convencido que bajo el influjo del espíritu de investigación - presente por doquier, rejuvenecedor de nuestros métodos -, toda la teoría de las obligaciones, piedra angular de nuestro código civil, será renovada en poco tiempo, aunque no en el fondo que se mantendrá como la obra maestra del buen sentido, sino en su alcance y variedad de aplicaciones, el único aspecto sobre el que nuestros marcos, siendo un poco estrechos, requerirán expandirse.

     Podría citar con facilidad muchos ejemplos que atestiguan la libertad de actuación de este método de investigación, apartándose de cualquier dependencia servil de los textos del Código, el más conocido proviene de los seguros de vida. Se trata de un contrato que a inicios del siglo el legislador no conoció ni previó, pero se quiso sujetar a la estricta aplicación de ciertos textos del código, subsumiéndolo en alguno de los marcos señalados en materia de principios generales. En ese entonces, se comprendía con dificultad la osadía que representaba construir toda una teoría jurídica en torno de las concepciones previstas en el código civil, utilizando únicamente las ideas racionales que constituyen su base y tienen una aplicación universal, como lo que se sigue de la razón pura o de la justicia evidente. Sin embargo, así ocurrió con la materia de seguros - fenómeno que el código ni siquiera imaginó -, la que fue sometida a la regulación de algunas materias vecinas o que se relacionaban solo en apariencia, con lo que se desnaturalizaba y comprometía el futuro. Cuando aparecía una combinación no prevista en la ley, debía acudirse a los principios racionales que dominan toda convención jurídica y en los demás a la naturaleza intrínseca de la institución, debiéndose buscar en su objetivo económico las reglas y la concepción científica: aquí la doctrina es maestra soberana.

     Puede reflexionarse sobre un tema vivamente debatido desde algún tiempo atrás: la responsabilidad de los patrones en caso de accidentes profesionales. El mérito de quienes identificaron el problema fue situar, en su verdadero lugar, a la presunción relativa, en consecuencia, los hechos económicos, usos industriales y condiciones de la vida moderna. Conocemos el propósito de invertir la prueba cuando un obrero, víctima de un accidente de trabajo que reclama indemnización - basando su derecho en que fue expuesto a la eventualidad de un accidente por la negligencia o falta de su patrón -, debía probar la falta del responsable. Hoy se considera que su derecho a indemnización no descansa en la falta o negligencia del patrón, sino en la promesa tácita que habría realizado vis-a-vis, al comprometer sus servicios, de garantizarlo frente a los riesgos  del trabajo que le confía, salvo imprudencia de su parte, de suerte que se considera que el patrón está obligado a indemnizar sin otra prueba, en virtud del contrato de prestación de servicios establecido con el obrero, salvo que se liberara probando que el accidente se debió a la imprudencia de éste último: se trata de la inversión de las funciones de la prueba. ¿Puede sustentarse esta solución en los textos del código civil, pretendiendo que jamás fue voluntad de sus autores?, dicha posibilidad constituiría una táctica falsa, juego limpio únicamente para el empleador. Los autores que adhieren a esta opinión, sólo disponen de un argumento de naturaleza absolutamente concreta: obsérvese - señalan - las condiciones de la industria moderna, muy raramente tiene el obrero la iniciativa y la dirección de su trabajo, está sujeto a complicados mecanismos que no conoce bien urgidos de una dirección de conjunto que pertenece al patrón o sus ingenieros; el obrero solo es un instrumento en las manos de quienes lo dirigen. Por lo tanto, a quien detenta la autoridad debe incumbirle toda la responsabilidad; la justicia lo quiere así, entonces ¿no es presumible que el obrero asume que comprometió sus servicios al socaire de la convención? El cambio de las condiciones de la industria, apareja la transformación de las condiciones de la prestación de servicios, siendo que las clausulas tácitas implicadas serán modificadas en igual medida. Allí está, extraído de la vida, el sistema de interpretación cuya fórmula abstracta he proporcionado. El procedimiento de argumentación es bueno en la medida que no tenga la rigidez de un principio absoluto y que sus usuarios estén autorizados a reconocer distinciones: una presunción relativa que descanse en las condiciones de la industria, podría variar en función de las industrias, el procedimiento de trabajo del obrero contratado, la iniciativa que se le permite y la responsabilidad personal a la que está obligado como consecuencia de haber comprometido sus servicios. Se trata de un procedimiento muy flexible, susceptible de adaptarse a la diversidad de usos y de comprender todas las sutilezas de la voluntad de las partes.  Por el contrario, asumir que nos encontramos en presencia de un principio inherente a la naturaleza misma de la locación de servicios nos restringiría exclusivamente al terreno del código civil: ¿significaría admitir una locación de servicios que apareje una cláusula de garantía tácita, o una locación de servicios que atribuya al obrero la responsabilidad de su propio trabajo? Sin embargo, quienes se basen en los nuevos patrones de interpolación - deberían cuidarse de este rigor teórico -, encuentran un espacio propicio en las presunciones relativas. Entonces, el procedimiento de interpretación ¡sólo es puro método de observación, y método histórico trasladado al dominio, mucho más elástico de lo que podría creerse, del código civil!

     Debo añadir una observación importante, mi pensamiento no atenúa las ideas que admití. Indudablemente el método de observación debe constatar los hechos, pero también contribuir - objetivo de toda ciencia experimental - a formular leyes generales: leyes generales que existen en toda ciencia digna de ese nombre, les llamamos principios jurídicos. Si el derecho abandonara el terreno de los principios, dejaría de ser una ciencia para convertirse en un arte puramente empírico.

     Con los principios demostrados por el procedimiento de observación, recupera el método deductivo sus prerrogativas, aparejando sus consecuencias. La palabra «principios» muy utilizada por los jurisconsultos, parece poseer un misterio vedado a los profanos, ser un espacio reservado del que solo los iniciados tienen la llave, como antaño el dominio de las fórmulas jurídicas confiadas a los pontífices. Veamos si el asunto es realmente tan complicado y comprobemos, si lo que se llama principios jurídicos se inventó precisamente para la seguridad de los supuestos profanos, removiendo cualquier tentación de procedimientos arbitrarios de los pretendidos iniciados.

     La primera característica del derecho consiste en que entraña seguridad y por lo tanto, es igual para todos. Cuando se admite una solución, es preciso que todos aquellos que se encuentren en circunstancias idénticas a las que determinaron su aceptación, o contrataron bajo condiciones análogas, puedan tener la seguridad de que se les aplicará la misma solución, de lo contrario no habría más que sorpresa, fraude e injusticia para los particulares. La formulación del criterio de aplicación de una disposición de derecho, debe abstraer la idea que le sirve de justificación, de modo que su aplicación subsuma todos los casos en los que la misma idea pudiera revelarse: ¿quién deberá aplicar el procedimiento de abstracción?, la doctrina, y ¿qué será la idea abstracta obtenida?, un principio. Lo mismo que la fórmula abstracta que el sabio desprende de un conjunto de experiencias repetidas es una ley científica, en el ámbito del derecho, las leyes que descubramos, siendo de orden moral y social, pueden variar en función de los elementos contingentes de donde derivan. Hemos adoptado el término principios, que revela la idea de una concepción abstracta, pasible de consecuencias prácticas, que no impone forzadamente la idea de necesidad absoluta ni de inmutabilidad que caracteriza a las leyes de orden natural.

     En este sentido, cuando la doctrina cree haber descubierto, a partir de la observación de los hechos combinada con la idea de justicia, un uso que buscar ser aceptado, desairaría a su misión si se contentara con adoptarlo pura y simplemente, sin constatar al día siguiente un uso contrario que varía de día a día, en gran detrimento de la seguridad y la justicia. Debe entonces, buscar la idea racional que toda relación jurídica entraña forzosamente, sobre la que se funda el uso que constata; debe deducir la concepción jurídica que podría comprender de allí en adelante, bajo su aplicación, todos los casos similares.

     Ofrezco un ejemplo: cuando la nueva doctrina cree poder afirmar que los patrones consideran que desde hoy deben asumir bajo su riesgo, la garantía de los accidentes profesionales, no se contenta constando un conjunto de usos o de condiciones fácticas de las que se sigue la prueba, busca formular la idea que justifique el uso pretendido, descubrir el principio; es decir, la ley de aplicación. Encuentra dicho principio en la idea que el obrero, al no tener la iniciativa sobre las condiciones nuevas de la industria, no sabría aceptar la responsabilidad de las consecuencias de su trabajo, mientras que el patrón, al tener plena dirección (por ello toda la autoridad), debió considerar asumir toda la responsabilidad. Siendo que ambos aspectos van juntos, entonces puede formularse esta ley: tratándose de la industria, quien detenta la autoridad debe adjudicarse toda la responsabilidad. Es un principio que, reconozco que discutible en algunos aspectos, puede ser plenamente admitido o solo con reservas; la ley puede determinar la aplicación de una solución jurídica, mientras que las reservas posibles constituirían un conjunto de principios, susceptibles de precisar mejor los límites aplicativos de la primera. Una vez formulado el principio, será posible aplicarlo a todos los casos, presumiendo absoluta responsabilidad de quien dirige el trabajo, mientras que los particulares, supuestos profanos, se beneficiaron completamente con la afirmación de un principio que les permitía tener plena conciencia del alcance jurídico de sus convenciones.    

     Si los jurisconsultos tienen el deber de formular principios, es precisamente para esclarecer mejor los detalles, y únicamente para revelar el fundamento racional de las soluciones admitidas.

    Una vez perfilado el principio, corresponde al método deductivo extraer las consecuencias lógicas que entraña, sin poderse admitir - salvo prueba en contrario y que la intención contraria no instituya una iniquidad -, que las partes aceptaran sustraerse a las consecuencias naturales de las ideas que constituyen la base de sus convenciones. Incluso aquí, el método deductivo solo puede procurar la exacta aplicación de la justicia y seguridad de los derechos individuales.

     Vemos cómo, en el ámbito del derecho civil, los dos métodos tienen su lugar y se prestan apoyo mutuo: el método de observación debe captar la multiplicidad de fenómenos jurídicos, el método del razonamiento debe simultáneamente deducir el valor desde el punto de vista de la justicia y abstraer el principio racional que envuelven. Los dos métodos se encuentran en el principio formulado, se prestan mutuo apoyo para su aplicación, uno examina los hechos, el otro deduce la relación con el principio admitido.

     Examinar los hechos para deducir las leyes, luego aplicar la ley a los nuevos hechos que se manifiesten en el dominio de la práctica ¿no constituye el método científico por excelencia?, arreglado al dominio del derecho civil como a cualquier otra ciencia. He mostrado cómo en este terreno, no solo era posible su aplicación, sino que proyectaba convertirse en el procedimiento habitual de toda una escuela de jurisconsultos. El día que amplíe su alcance sobre ideas y usos, encontrarán remedio los inconvenientes que aparejó entre nosotros un exceso de codificación, así como los que provienen de la extravagancia de las fuentes a través de las cuales se manifiesta el derecho, mediante una interpretación amplia del derecho francés, flexibilizada en la medida señalada a los procedimientos del método histórico.

     La doctrina jurídica dispone de extensos horizontes abiertos para sí, colocándose a la cabeza del movimiento científico y dirigiendo el desarrollo del derecho, como tan bien lo hicieron los jurisconsultos romanos y los grandes jurisconsultos de la antigua Francia, a quienes debemos la estructuración racional de nuestro derecho consuetudinario, y que desde su ropaje un tanto escolástico, mostraron lo penetrante que puede ser el sentido histórico y el instinto de progreso jurídico.

     El método que he mostrado, ¿está muy distanciado del que impera en el dominio de las ciencias sociales y políticas? Esta manera de comprender el derecho civil y adaptar la expresión al desarrollo de los fenómenos jurídicos y manifestaciones sucesivas de la idea de justicia entre los grupos humanos, ¿no implica que la ciencia del derecho privado es una ciencia social asimilable al derecho público? Las concepciones familiares y el régimen de las convenciones constituyeron la estructura inicial de toda sociedad humana y su fuerza de cohesión, con anterioridad incluso a las concepciones relativas al gobierno político.

     Sé que la tendencia actual consiste en estudiar las ciencias políticas sin prestar mayor atención a los textos, ni tomar como base alguna legislación específica. Debo reconocer que los jurisconsultos se resignaron con mucha dificultad al procedimiento, y a duras penas admitieron que debían estudiar la “Constitución” de Francia, tomando la palabra en singular, sin conceder ninguna importancia a las “Constituciones” de Francia, en plural. Siempre les parecerá que la mejor manera de asegurar la libertad consistirá en exigir la aplicación, siguiendo una extensa y muy liberal interpretación, de las garantías que establece la ley.

     Es muy emocionante describir cuáles deberían ser las formas de evolución de una sociedad entregada a su libre desarrollo; sin embargo, una cosa es hacer sociología pura - que yo denominaría sociología abstracta -, y otra forjar sociología aplicada o concreta. Cuando una sociedad se pertrecha con leyes - también en la esfera del derecho público -, ¿hace bien o hace mal? Seguramente obrará mal si no procede con prontitud, tratando de reglamentar todo en exceso, pero también si no lo hace con suficiencia, dejando todo en la vaguedad (estos aspectos dependerán del temperamento de cada país). No obstante, en cuanto aparezcan las leyes con creciente frecuencia en la esfera del derecho público, se las debe aplicar: ¿cómo aplicar una ley sin interpretarla? El derecho constitucional, como cualquier otro, requiere de interpretación, siendo difícil - lo reconozco - hacer entender lo contrario a un jurisconsulto: nos falta saber cómo efectuar la interpretación.

     En este punto hay una marcada diferencia entre una institución de derecho público y otra de derecho privado, sobre todo en lo relacionado a las convenciones. El derecho privado estipula, previendo el porvenir, situaciones que podrían presentarse o no hacerlo. Por otra parte, el derecho privado sólo considera las relaciones jurídicas existentes entre dos o varios individuos, a pesar de señalar que la aplicación de la ley será la misma para todos, con el fin de asegurar la igualdad. Por lo tanto, la interpretación lógica del texto comporta la salvaguarda de los derechos de cada uno.

     Una institución de derecho público opera de inmediato, la mayor parte del tiempo funciona de modo tal que no guarda correspondencia absoluta con la ley que la ha creado, o al menos con su espíritu. Es imposible que en algún aspecto de su desempeño, la práctica deje de introducir alguna desviación imprevista; cada desviación crea un precedente, cada precedente se convierte en uso, luego en tradición. Todo esto termina por generar aquí y allá, derechos adquiridos, asentando las expectativas de provecho de los particulares, si es que no, derechos en el sentido específico de la palabra. También puede suceder que las sucesivas desviaciones del mecanismo operen de mejor manera a como lo habría hecho la estricta aplicación de la ley, o quizá funcionen peor; fuere lo que fuere, el remedio ¿consistirá siempre en exigir la aplicación formal de la ley?, lo que se muestra por lo menos dudoso, porque todo está relacionado en la administración de un gran Estado. Si un engranaje funciona mal, puede suceder que el otro que debía recibir su influencia sea modificado por la práctica, de tal manera que rectifique los inconvenientes del primero, pero si su desempeño es modificado pretextando legalidad, se introduce un desequilibrio que detiene la marcha, podría ser que fuera mejor dejar que se desarrolle la acción bienhechora  del segundo engranaje confiando en que corrija lo que el primero tenía de malo. ¿Qué hacer con los cambios que la ley o la Constitución escritas no habían previsto?, ¿a partir de una teorización rígida deberían ser descalificados como ilegales? Esto configuraría una equivocación.

     En ninguna materia como en el derecho público, la prescripción desempeña un papel tan dinámico: todo lo que se convierta en uso adquirido se transforma rápidamente en tradición que se convierte en ley. Debemos poner en tela de juicio que la modificación perpetua implicaría el caos en el Estado. Allí está el principio, pero no tiene carácter absoluto, porque la prescripción en el ámbito del derecho público no debe tener otro objetivo que confirmar y fijar el progreso de la Constitución fundamental del país y no de introducir desviaciones en el desarrollo del genio tradicional de la nación, asegurando la garantía contra la arbitrariedad o la injusticia: por lo tanto, existe en el derecho constitucional algo que domina todo lo demás, configurando el estudio de la Constitución normal del país conforme al genio tradicional de la raza y su desarrollo histórico; las constituciones escritas solo son la manifestación escrita y positiva de la constitución orgánica, que también podría encarnarse en una constitución escrita como sucede por ejemplo en Inglaterra. De tal suerte que la legitimidad de un uso constitucional - no me atrevo a decir la palabra legalidad que tiene un falso aire de interpretación literal que me inclino a descartar -, dependerá de su conformidad con esta Constitución ideal del país, es decir, en razón de su conformidad con el desarrollo histórico y tradicional de la nación, de modo que en todos los casos, la interpretación del texto de la Constitución escrita deberá ser hecha en el sentido de que esta Constitución ideal se refleja en ella, y en el sentido del desarrollo histórico del que la Constitución escrita ha debido tener como propósito favorecer las manifestaciones sucesivas.

     En la esfera del Derecho Público - lo mismo que en tantas otras -  la ley es la ley, y reclama ser respetada y aplicada, reconozco que en este ámbito la interpretación literal es menos socorrida que en otros. La ley es aquí la expresión de la voluntad de la nación manifestándose, o destinada a manifestarse, en un sentido ajustado a su desarrollo histórico: por un lado la voluntad es progresiva, por lo que la interpretación del texto debe considerar las modificaciones  de la práctica; y por otra es una voluntad que se refiere a los precedentes y tradiciones, por lo que la interpretación del texto debe hacerse en el sentido de los precedentes y tradiciones históricas.

     En este sentido, tratándose de las ciencias políticas, hay lugar para un método doble: el método de observación que examina los fenómenos sociales, y el método de razonamiento que busca deducir las leyes de su desarrollo, adaptándolas a la Constitución general del país. Queda espacio para los principios jurídicos que no son otra cosa que las ideas racionales, conforme a la expresión de la justicia aplicada a la evolución de una sociedad particular. Reconozco que los principios deben obtenerse, sobre todo, de la relación entre la concepción de justicia social y lo que puede denominarse como el genio tradicional del país, aunque la evolución política debe hacerse constantemente en el sentido de la justicia adaptada a la evolución histórica de la raza, siendo que el método deductivo debe buscar sus materiales en los precedentes históricos todavía más que en las concepciones puramente racionales, pero no es menos cierto que debe plantear leyes generales y deducir principios. En materia de derecho público es importante asegurar la estabilidad de las instituciones y fijar el desarrollo en un sentido tradicional, con la reserva de una larga y constante evolución que se vuelve permanente; conozco un solo medio que hace ello posible, sin poder imaginar otro procedimiento para escapar de la manía de las modificaciones brutales que tienen la forma de leyes escritas o de cartas constitucionales, de las que padecemos tan intensamente en Francia. Debe exigirse lo menos posible a la ley escrita y dejar a la doctrina y práctica la tarea de ayudar al desarrollo de la Constitución del país, para ello es preciso que un país genere tradiciones, siendo el medio de conseguirlo liberar a las leyes fundamentales que han ayudado al progreso de la sociedad en la que vivimos y que provienen del genio y del esfuerzo de las generaciones que nos precedieron; no digo solamente una generación, sino todas. Ningún hecho es indiferente en la suma de acontecimientos y causas latentes que en el pasado, por más remoto que sea, contribuyeron a convertirnos en lo que somos. Encontrar esas leyes y adaptarlas a las necesidades de la sociedad moderna, dirigiendo en esa dirección la evolución del derecho constitucional, tal es la misión de la doctrina, tal es su programa a la vez científico y patriótico.

     Percibo tanto en derecho público, como en derecho privado - en el sentido lato que indiqué - una obra progresiva adaptada al torrente de la evolución social, correspondiendo al método histórico establecer sus elementos. También encuentro una obra de conservación social que debe inspirarse en las tradiciones del país, en función de su propio desarrollo nacional. Los materiales los proporcionan la experiencia y la razón, atañendo a la experiencia interrogar al pasado, y a la razón deducir las leyes buscando adaptarlas a las necesidades de la sociedad moderna. Tratándose del derecho privado, la obra progresiva se consigue también a través de la observación de las necesidades que van surgiendo, pero la obra de conservación social se obtiene mediante la adaptación de las nuevas concepciones a los principios jurídicos que contiene la ley escrita. Respecto al derecho público, se hará mediante la adecuación del desenvolvimiento político a los principios tradicionales, cuya manifestación positiva se circunscribe a la ley escrita: aquí la tradición domina al texto, allá el texto cierra y resume el pasado, en esta fórmula doble reside toda la diferencia de los métodos, divergencia comprobada, habiendo lugar para observar los hechos deduciendo de ellos los principios, que deben ser buscados en las concepciones de un código escrito o en un conjunto de tradiciones no escritas que guardan como depósito precioso todo nuestro proceso nacional, el espíritu que debe guiar las pesquisas, el instinto de razón, lógica y justicia, que debe dominarlos, difiere poco, y por consiguiente si conviene afirmar la separación neta que existe entre los dos dominios de la ciencia jurídica, conviene también mostrar que en cada uno de los procedimiento de investigación siguen una marcha paralela. Ambos tienen aptitud para servir de guía en medio de las dificultades del derecho privado, que les ha proporcionado el sentido del proceso y al mismo tiempo respecto de la ley, sabrían igualmente adaptar su método a las exigencias de la ciencia política y llevarle el mismo espíritu de evolución progresiva y de preservación social.

     Creo que no hay nada que temer del nuevo entorno donde se avecindarán  las asignaturas: puede ocurrir que las ciencias puramente jurídicas se beneficiarán aplicando más intensivamente el método histórico a sus procedimientos de exposición e investigación; quién sabe si el grupo de las ciencias sociales no conseguirá provecho de los novedosos procedimientos a los que será sometida, también del método de precisión de las ciencias jurídicas. He tratado de demostrar que no serán las manos de profanos, sino personas que desde hace tiempo posean el sentido de las pesquisas experimentales y del método histórico, a quienes se confíe su aplicación allí donde no parece haberse implementado, y que con mayor razón sabrían aplicarlo en su terreno natural; podría ser que contribuyeran, por el hábito que tienen de asegurar el respecto a la ley, a fijar el desarrollo del derecho público en un sentido más ajustado a la estabilidad de las instituciones en general y la conservación de las tradiciones. Es la promesa que ofrecen todos ellos, historiadores, sociólogos y políticos, que saben - a partir de la experiencia de algunas sociedades modernas para quienes la libertad va de la mano con el respeto al pasado -, como los pueblos prosperan, las constituciones viven y se desarrollan; anhelando con ardor ver que su país adquiera la estabilidad que tanto necesitan como nunca antes. Considero que los jurisconsultos, sabios y pensadores convendrán sin dificultades sobre este aspecto, lo mismo que todos aquellos que amen a su país; y si sus instintos tradicionales y procedimientos metodológicos pueden contribuir a la penetración de sus ideas de evolución progresiva, basadas en el respeto a las leyes y tradiciones, en los jóvenes espíritus a los que se dirige su magisterio, no será necesario deplorar la ampliación del alcance de nuestros programas. En todo caso se debe experimentar, y quiero mostrar a quienes están angustiados con la llegada de las ciencias políticas, que pueden tener confianza: los jurisconsultos de nuestras Facultades son personas comprometidas.