ISSN 1989-1970 |
Abril-2023 Full text article |
Obarrio Moreno, Juan Alfredo, En defensa de la cultura grecolatina (Paideia versus utilitas), Dykinson, Madrid, 2023, 207 pp.
ALICIA VALMAÑA OCHAÍTA
Profesora Titular de Derecho Romano
Universidad de Castilla-La Mancha
ORCID: 0000-0001-8962-0588
(VALMAÑA OCHAÍTA, Alicia. Recensión a En defensa de la cultura grecolatina (Paideia versus utilitas.), Dykinson, Madrid, 2023, 207 pp. RIDROM (on line) 30-2023. ISSN 1989-1970. p. 472-480. https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom)
Cuando leí, al poco de ser editado por Acantilado en el 2013, el libro de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil fui consciente de la importancia que tiene hablar de materias como la nuestra, tan olvidadas, cuando no denostadas, y valoradas casi únicamente por el frío criterio del número de créditos ECTS, que viene a ser la traslación matemática del criterio de la “utilidad”.
Esta importancia la ha visto claramente el Profesor Juan Alfredo Obarrio Moreno y el resultado ha sido un agudo y extenso ensayo que se inserta dentro de los trabajos de una corriente de intelectuales que buscan la reivindicación de los estudios clásicos y, más genéricamente, la cultura clásica.
El título no llama a engaño: la defensa de la cultura grecolatina, esa que denominamos como cultura clásica, es el objeto de este ensayo en el que se recorre, a lo largo de sus páginas, no sólo una historia de lo que ha sido la experiencia vital del mundo antiguo, reflejada a través de los escritos de sus autores, sino también parte de la experiencia vital del propio Obarrio.
Y digo experiencia vital y no académica porque esta obra excede de lo meramente académico. No utilizo el adverbio con carácter despectivo: lo académico está presente, y mucho, en el ensayo; lo utilizo porque lo que Obarrio nos presenta en este trabajo es un proyecto de vida que emprendió, como el mismo recuerda con “cierta melancolía”, forjado a la luz de “la enseñanza que me impartieron los viejos magistri […] a los que nos hubiera gustado parecernos” (p. 14); una enseñanza que no se ciñe solo a la universitaria sino que acoge y comienza con aquellos profesores de latín y griego que recuerda, en cita a Pérez Reverte, y de los que aprendió a amar la cultura y el saber.
El Capítulo I “La vieja pugna entre antiguos y modernos (¿an inquisitio rediit?)" supone el planteamiento de partida en el que ya queda claro ab initio que se va a hablar, y mucho, de enseñanza. Enseñanza entendida como diálogo, diálogo con los alumnos y diálogo con los libros (p. 23) y como reivindicación de la cultura de la que somos depositarios, que nos ha sido transmitida a través de nuestras lecturas y que debemos, como el depositario fiel, entregar al siguiente eslabón de la cadena: nuestros alumnos. Siempre he pensado que si la Historia es algo lineal y nosotros nos encontramos en un punto concreto de los miles de millones que forman la línea, nuestra función será transmitir al “punto” siguiente el acervo cultural que recibimos del anterior; el problema será de aquella sociedad que con el legado clásico quiera escribir un punto y aparte.
Por eso es tan necesaria esta reivindicación totius temporis, y en este momento que nos ha tocado vivir, mucho más, por cuanto, como señala Obarrio, nos encontramos ante una auténtica crisis de la cultura; si bien es cierto que la “batalla intelectual ya estaba presente en Las nubes de Aristófanes (viaja pedagogía homérica versus nueva pedagogía socrática)” (p. 33), esta batalla no debería llevarnos, en mi opinión, a un culto sacral a lo antiguo por el hecho de serlo, del mismo modo que las corrientes actuales de adanismo -no sólo político, sino también cultural- lo único que demuestran es la profunda ignorancia del legado de generaciones anteriores o, en el peor de los casos, el intento totalitario de hacer desaparecer las referencias culturales y los logros de los que nos precedieron. Esta también es la perspectiva del autor, que se rebela contra las visiones o espíritus “de anticuario” (p. 186) en el estudio de la cultura clásica.
En esta batalla por la Cultura en general, y por la cultura clásica en particular, tendría mucho que decir y hacer la Universidad; el autor hace un análisis de la realidad actual de las Universidades -no solo las españolas- convertidas en “centros de formación profesional de alto standing”, donde los alumnos entran en un ámbito formado por “una serie de partes que no constituyen un todo orgánico y homogéneo, lo que ha provocado que el término multiuniversidad no sea un accidente administrativo, sino una realidad académica que propicia que se desconozca el pensamiento del pasado, y, al desconocerlo, no se pueda alcanzar un criterio y unos principios propios”(p. 37).
Este diagnóstico de la Universidad, en singular y con mayúsculas, ocupa buena parte del ensayo de Obarrio; en realidad es uno de los hilos conductores de la obra: una Universidad actual en la que la utilitas se ha convertido, para el autor, en su razón de ser, frente a la Paideia/humanitas que debería presidirla –humanitas que habría sido el equivalente aproximado romano a la expresión griega, según Aulio Gellio (p. 38, n. 96 y p. 65)-. Esta perversión de la Universidad no es nueva; contra esta idea de la “utilidad” también escribió John Henry Newman (el cardenal Newman), aunque en la actualidad sea todavía más palpable la mercantilización del saber, que ha llevado a la afirmación de la idea de que sólo lo que es útil es válido y que se ve acompañada de la relativización de la verdad (p. 143) que lleva a la relativización del conocimiento y, de ahí, a la supresión de materias en las Universidades (pp. 58-61 y Capítulo V)). Frente a estas nuevas realidades, el autor defiende la valentía para denunciarlas y, de nuevo, volver a la lectura de los clásicos.
En el Capítulo III titulado “Leer a los clásicos” (pp. 75-125) se parte del significado etimológico de la palabra para pasar a hacer un recorrido minucioso sobre la tradición cultural desde el medievo hasta las actuales Facultades de Humanidades. Este es el capítulo más académico, si se me permite utilizar esta expresión: en él no sólo se tratan estas cuestiones de, podríamos decir, historia de la transmisión del saber, sino que se fija, con profundidad, el valor de la hermenéutica y aspectos metodológicos; a lo largo de estas páginas, Obarrio hace una exposición magnífica de los problemas y dificultades del necesario e ineludible trabajo de interpretación de los textos ante las necesidades de ”novedad” con las que apremia la sociedad actual a los estudiosos (vide, especialmente, pp. 109 ss. y todo lo relativo a la intertextualidad). Son estas unas páginas lúcidas que todo investigador, sea de las llamadas ciencias históricas o no, debería, sin duda, leer y reflexionar sobre lo contenido en ellas.
En el Capítulo IV “Solo sé que nada sé” (pp. 127-154) el lector se desliza hacia las respuestas de las muchas preguntas que el autor ha lanzado: cuando Obarrio dice “la Paideia nos proporciona el subsuelo necesario para armonizar el mundo con el ser del hombre, con sus ideas y anhelos, porque solo en la cultura la inteligencia ni se dogmatiza ni se inmoviliza, todo lo contrario, se vuelve reflexiva y dialogante, lo que nos humaniza” (pp. 132-133), está poniendo al lector en el camino correcto -una metáfora también ampliamente utilizada a lo largo del ensayo, que incluye el famosísimo poema de Kavafis “Viaje a Ítaca” (p. 136)-.
Pero también lo es el trabajo bien hecho -qualitas vs quantitas (p. 130)-, como hizo Cicerón en sus Catilinarias con un discurso perfectamente estructurado (p. 134), alejándonos del “miedo, la pereza, la vagancia, la desidia o el confort” (p. 145); en el Aude sapere, de Kant (p. 135); en el huir de la exageración (p. 137); en “no claudicar […] no transitar por la vida acomodaticia alejada del esfuerzo, del estudio diario, de la lectura copiosa” (p. 145).
El ensayo se cierra con la reivindicación del estudio del Derecho Romano (Capítulo V. “El Derecho Romano: una legítima reivindicación” (pp. 155-189), reivindicación que resume a la perfección, a mi juicio, algunas de las cuestiones que han sido tratadas a lo largo de la obra. De nuevo el autor hace una defensa de un modelo de Universidad del que estamos muy alejados y de la enseñanza del Derecho y, de nuevo, afloran en este capítulo, junto con los argumentos, los recuerdos de una vida dedicada a la docencia e investigación del Derecho romano.
El recuerdo a aquellos que le introdujeron en el Derecho romano (el Profesor Jesús Daza) y, de manera especialísima, a su maestro, el Profesor Antonio Fernández de Buján se dibuja en este capítulo como el reconocimiento de aquel “Maestro paciente que espera que un alumno, un discípulo o un colega acudan a él, no para vanagloriarse de un conocimiento por todos sabido, sino para sugerir y orientar” (p. 15).
En cuanto a los argumentos, Obarrio no duda en defender la idea de “aunar la Ciencia de la Antigüedad con la realidad vigente, ya sea jurídica, política o literaria” (p. 35) y proyectar, siguiendo a su maestro, “el estudio del Derecho Romano a las instituciones jurídicas actuales” (p. 177, en alusión al profesor Antonio Fernández de Buján) y en el valor intemporal del Derecho romano, como ya sostuvo Zubiri, como una de las bases de la cultura occidental[1]. No puedo estar más de acuerdo con Obarrio cuando afirma que “Esta vigencia atemporal del Derecho romano la siente todo romanista por vocación y convicción” (p. 177).
Hay, en este ensayo, una interpelación directa a todos los que nos dedicamos a la enseñanza universitaria, que creo se puede hacer extensible a cualquier otro nivel: “Un docente debe despertar la curiosidad a sus alumnos. Debe limpiarles, como a Saulo, las escamas que cubren sus ojos. Debe animarles a que descubran en los textos jurídicos no solo el lenguaje que albergan, sino el pensamiento que se esconde tras ellos. Debe encaminarles por la fértil senda del esfuerzo diario y de la lectura ponderada. ¿Lo hacemos?” (p. 165).
Clásico, dice Obarrio, viene de classicus que “designaba tanto al clarín que convocaba como al ciudadano de primera clase, y no por su eventual poder económico, sino por su ejemplaridad, lo que le obligaba a convertirse en un individuo modélico”; me gusta más, sin embargo, la definición que él da de clásico: Antígona[2] es un clásico porque “es una obra cuya visión no se halla fuera de la realidad”(pp. 83-84). Y me gusta más porque se apoya, claramente, en conceptos que funcionan como referencias en toda su obra: “reflexión”, “análisis”, “duda” o “indagación” y que son necesarios para conocer toda realidad, la actual y la que fue.
Terminada la lectura de En defensa de la cultura grecolatina (Paideia versus utilitas) me he hecho una pregunta: ¿qué es lo que más se repite en el ensayo de Obarrio? Y la respuesta ha sido: preguntas, siempre preguntas, “enjambre de interrogantes” como llega a decir en una ocasión (p. 149); preguntas que recorren el texto también desde el punto de vista estilístico que, en muchísimas ocasiones, está presentado como pregunta y respuesta. Signos de interrogación que nos interpelan, que nos hacen pensar, reflexionar, aprender. Si ese ha sido el propósito del autor, lo consigue con creces. Es, en mi opinión, un libro de lectura imprescindible para cualquier universitario.
Estamos ante un libro profundamente personal pero también profundamente sostenido por aquello que Obarrio reivindica: un conocimiento profundo, un afán por saber que no descansa; un libro de madurez, como el autor afirma, pero que dedica a su maestro, lo que es la mejor prueba de que cree en lo que afirma.
Todos los que hemos leído sus trabajos científicos, sabemos de su amplísimo conocimiento de las fuentes clásicas y de las fuentes jurídicas, que no es menor que su conocimiento de obras filosóficas y literarias, antiguas y contemporáneas. Yo, además, estoy segura de que seguirá haciéndose preguntas y buscando respuestas.