ISSN 1989-1970 |
Octubre-2024 Full text article |
VALMAÑA OCHAÍTA, Alicia, La caza en el mundo romano. Aspectos sociológicos, económicos y jurídicos, Tirant lo Blanch, Valencia, 2024, ISBN 978-84-1056-344-5, 385 páginas.
SANTIAGO CASTÁN PÉREZ-GÓMEZ
Profesor titular de Derecho Romano
Universidad Rey Juan Carlos
Código ORCID: 0000-0003-2990-1059
(CASTÁN PÉREZ-GÓMEZ Santiago, Recensión a Valmaña Ochaíta, Alicia, La caza en el mundo romano. Aspectos sociológicos, económicos y jurídicos, Tirant lo Blanch, Valencia, 2024, ISBN 978-84-1056-344-5, 385 páginas.
RIDROM [on line]. 33-2024.ISSN 1989-1970. pp. 331-350 https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom)
Cuando a principios de los años cuarenta del pasado siglo XX el Conde de Yebes, arquitecto, escultor y uno de los máximos exponentes de la montería española le pidió a José Ortega y Gasset que prologara su obra Veinte años de caza mayor, es probable que el insigne filósofo, que no era cazador, se sintiera sorprendido por tan inusual petición. Es verdad que eran amigos íntimos, y ahí encajaba la justificación de este encargo, pero Ortega al aceptar el compromiso no tuvo más remedio que preguntarse: «¿qué diablo de ocupación es esta de la caza?[1]». Sin embargo, cumplió con extrema generosidad, pues entregó un ensayo de más de setenta páginas, que más que presentar una obra a los potenciales lectores constituía un auténtico tratado psicológico y ético sobre la caza. Confesaba Ortega ser bastante aficionado a la literatura cinegética, pero también sabemos que era un muy buen conocedor de la Antigüedad clásica, tantas veces constatado en su riquísima obra. De ahí que sean tan frecuentes en este denso prólogo las referencias al Neolítico, Grecia y Roma, Polibio, Escipión, Arriano…Sabía de la antigüedad de la caza y su importancia en la historia económica de la humanidad, pero también que estaba escribiendo sobre una ocupación que hacía ya mucho tiempo que se había convertido en una actividad de recreo, un pasatiempo, afición o hobby que cautivaba a hombres de muy distinta condición social. Leído este texto ochenta años después de su edición, llama la atención cómo muchas de sus reflexiones mantienen hoy su vigencia, lo cual es meritorio teniendo en cuenta que cuando fue escrito la moralidad en torno a la caza (y a los animales en general) era muy distinta a la actual.
Es la caza, por tanto, una materia que puede abordarse desde diferentes perspectivas, y que han de conjugarse todas ellas para obtener un feliz resultado. Los romanistas escribimos principalmente sobre instituciones y temas jurídicos: depende de cada uno el acompañar (o no) nuestras investigaciones con las referencias históricas, económicas, sociales, políticas, religiosas y éticas que las envuelven y caracterizan. No podría estar más de acuerdo con la autora de la obra que tengo el honor de comentar, la Dra. Alicia Valmaña Ochaíta, cuando subraya que al hablar de la caza «los aspectos sociales y económicos se solapan en muchos casos» (p 21), y también cuando destaca la importancia que deben tener en temas como este las fuentes literarias (p. 29). Creo que la A. ha sido coherente con la especial naturaleza de la caza al subtitular su monografía bajo la rúbrica Aspectos sociológicos, económicos y jurídicos, dejando el elemento legal en un segundo plano, casi agazapado tras esos dos agentes esenciales que han transformado toda la historia humana. Esto no quiere decir que lo jurídico tenga una presencia pobre en la monografía: en absoluto, está muy presente desde las primeras páginas, pero es evidente que el tratamiento puede y debe ser distinto al de otros estudios romanísticos, porque en este caso no se trata de una institución creada por o para los romanos, sino de una actividad universal que tiene mucha más relación, al menos inicialmente, con la Economía que con el Derecho.
De ahí que afrontar el reto de escribir una monografía sobre una actividad ancestral, transversal y poliédrica como la caza obliga, a quien ello pretende, a estar en posesión de unas características investigadoras muy concretas. Alicia Valmaña cumple bien con ese perfil requerido: no solo es una gran romanista, sino también una más que competente historiadora del Derecho y del Mundo Antiguo, con frecuentes y exitosas incursiones en estas áreas desde el principio de su carrera profesional. Todo ello se percibe en el adecuado matrimonio que, en este tipo de obras, y la de Valmaña es un ejemplo de ello, han de tener las fuentes jurídicas con las fuentes literarias y epigráficas, así como la necesaria integración de los elementos a que hacía referencia más arriba (sociológicos, económicos, políticos…) en el tratamiento global de una temática como esta. También es notable el apoyo bibliográfico del que se ha servido la A. Junto a las esenciales referencias romanísticas (que sobre la caza en general no son muchas; más numerosas son aquellas que tratan el régimen jurídico de determinados animales), encontramos muchas otras relativas a las áreas del Derecho civil, de la Historia del Derecho (con indicaciones básicas a los fueros hispanos medievales), de la Economía, del Derecho constitucional (información actualizada de la legislación cinegética nacional y autonómica), de la Filología o del Derecho administrativo. Otro aspecto de la pulcritud de esta investigación lo conforman las fuentes: todos los textos antiguos están en latín y griego, hay muy pocas traducciones, más allá de que la A. explique el sentido y contenido de cada uno de ellos. Valmaña construye su estudio de la caza a través de una prosa culta pero sencilla, inteligible y elegante, consiguiendo que la lectura del libro no se haga odiosa ni tediosa en ningún momento. Al revés, es una lectura instructiva y entretenida, nunca exenta de erudición, facilitada por una estructura argumental ordenada.
La monografía está dividida en cinco capítulos, cada uno de ellos volcado en una nota característica de la actividad cinegética. Partiendo de una Introducción (pp. 21-29) a la que enseguida iremos, el capítulo primero (Breve revisión histórica en materia de caza, pp. 31-93) nos adentra en el fenómeno de la caza después de Roma, con la mirada puesta en nuestro país, tanto desde el punto de vista del Derecho histórico como moderno, coronándolo con unas amplias referencias sobre la relación caza y literatura. El segundo es el que da inicio al estudio de la caza (venatio) en el mundo romano (pp. 95-156), y lo centra su autora en los Aspectos sociológicos de la caza en Roma, en el que cobra especial protagonismo la caza como deporte o actividad lúdica. Le sigue un tercer capítulo en el que analiza la venatio como una fuente o recurso económico, y en el que vamos a encontrar toda la información sobre los espacios de caza y los tipos de animales objeto de esta actividad (Espacios y animales. La actividad económica, pp. 157-246). Un cuarto capítulo, ligado al anterior, continúa estudiando la caza como actividad económica, ahora desde la obra de Varrón y Columela, con un generoso esfuerzo filológico sobre el lenguaje cinegético latino (Venatio, venationes, venaticum, pp. 247-286). Y una última sección del libro intitulada Los juristas y su visión del problema (pp. 287-352), en la que aborda las principales cuestiones del régimen jurídico de la caza y los animales salvajes en Roma, a la luz de la jurisprudencia. Los capítulos vienen precedidos por un bello prólogo a cargo de Feliciano Barrios, Catedrático de Historia del Derecho y Académico Numerario de la Real Academia de la Historia. Barrios no solo presenta el libro al lector de forma óptima, sino que, además, en calidad de amigo y compañero de Valmaña en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, nos proporciona un retrato ampliado de la A. en alguna faceta de la actividad universitaria, como la docente, que generalmente queda más alejada del dominio público. «Excelente docente», dice Barrios de ella, y «una entusiasta y eficaz organizadora de cursos, seminarios y actividades culturales en nuestros centros». Por último, el volumen, bien presentado por la prestigiosa editorial Tirant lo Blanch de Valencia –el libro incluye hasta ocho reproducciones gráficas de pinturas y otros objetos relacionados con la caza–, se cierra con los habituales índices de fuentes y autores citados.
La historia de la caza como actividad humana desde los tiempos más antiguos es de sobra conocida. Desde que ha habido seres humanos en la Tierra estos han cazado, fundamentalmente los hombres; y han cazado para sobrevivir, para alimentar al grupo, constituyendo uno de los pocos recursos vitales que tuvieron para subsistir en una época huérfana de otro tipo de medios conectados con el intelecto o ingenio humano. La Revolución Neolítica, que se entiende consolidada en el mundo habitado en torno al 6000 a. C., propició la aparición de un nuevo instrumento práctico de corte económico más estable que la caza: la agricultura. Ciertamente, las manadas de animales suelen desplazarse de forma natural, y tras ellas iban las sociedades nómadas antiguas, mientras que la semilla plantada en el suelo no se mueve de donde está, lo que también posibilitó la aparición de sociedades sedentarias. Junto a la agricultura, la doma de animales constituyó otro importante avance en la mejora de las condiciones humanas, puesto que procuró sensibles beneficios en el ámbito económico. De esa forma, la caza encontró otra forma de manifestación: como diversión. Resumámoslo con Ortega: «El hombre neolítico, que cultiva ya el suelo, que ha domesticado y cría animales, no necesita, como su antecesor paleolítico, nutrirse principalmente del trabajo venatorio. Descargada de su forzosidad, la caza se eleva a deporte»[2].
Desde sus orígenes, la historia romana está íntimamente ligada a la agricultura y ganadería, de ahí que las menciones a la caza como actividad de subsistencia sean escasas en la literatura latina. Tampoco la A. se detiene en exceso en esta historia antigua de la caza, más allá de unas mínimas menciones y constatar que siguió practicándose, aunque de otra forma mucho menos general y prioritaria en términos económicos. Los nobles siguieron practicándola en sus vastas tierras, ayudados por sus esclavos, con el objeto de llevar piezas de carne fresca a sus mesas. Salustio dirá en su época que la caza se había convertido en una actividad servil (servile officium)[3] por el empleo de esclavos para su ejercicio. Pero, en realidad, no deja de ser la constatación de que los nobles salían de caza con sus esclavos a quienes encargaban las tareas más duras. ¿Cazaban por necesidad, como en el pasado, o simplemente por diversión? Pues, en realidad, lo hacían por lo segundo. De hecho, esa doble vertiente de la caza como actividad económica y como diversión es característica de la época antigua, una dualidad que nos presenta Valmaña desde los primeros compases de su investigación.
La monografía comienza con una revisión histórica de la caza después de la experiencia jurídica romana, algo que para Feliciano Barrios constituye «un acierto de origen» (p. 18). Es verdad que este tipo de contenidos en las investigaciones romanísticas suelen estar ubicados al final: cumplen el propósito de verificar el recorrido y la vida que han tenido las instituciones romanas tras la desaparición del pueblo que las vio nacer; pero invertir ese supuesto orden metodológico no es inusual y puede tener una razón plausible cuando contribuye a una mayor claridad expositiva. Este parece ser el caso. El primer capítulo guarda una estrecha relación estructural con la Introducción (pp. 21-29), la cual constituye una pieza esencial en la comprensión de las ideas que quiere exponer la A. Desde el primer momento, Valmaña señala las tres fases por las que discurre históricamente la venatio como actividad humana: la caza como ocupación de supervivencia (cazar para alimentarse), como actividad económica (cría, doma y venta de “animales de caza”) y, en último lugar, como ejercicio lúdico (cazar por diversión). Las tres son ciclos sucesivos de un mismo fenómeno y consecuencia de la superación de ciertas circunstancias, en las que entran en juego también los factores sociológicos y económicos (antes que los jurídicos). Son esos dos factores, como decía al principio, los que la A. considera determinantes para que el Derecho intervenga en la regulación de la caza; y determinantes para el modo en que el Derecho regula esta actividad. Partiendo de este tratamiento romano, la A. comprueba la traslación de esos principios e ideas al mundo medieval y feudal, advirtiendo y señalando cambios importantes: valga a título de ejemplo, simplemente, la desaparición del “principio de libertad de caza” (p. 39: el entrecomillado es mío, no de la A.), como consecuencia de la reserva al Rey (y sus nobles) del derecho a cazar (o a la caza). Lo que antes fue un derecho de titularidad indeterminada, en la Edad Media se convierte en un privilegio de titularidad restringida y determinada. Esa línea argumental Valmaña la extiende hasta el momento presente, lo que le permite hacer reflexiones sobre la legislación vigente en materia de caza de carácter nacional (preconstitucional) y autonómica (como consecuencia de la reserva legislativa que el art. 148.1 11a de la Constitución confía a las Comunidades Autónomas), y la preponderancia que ha ido adquiriendo el Derecho administrativo en la regulación de lo cinegético.
Las distintas manifestaciones de la caza que ya ha venido anticipando la A. (como actividad necesaria para la supervivencia, económica y lúdica), constituyen el núcleo central del capítulo segundo. De entre estas, Alicia Valmaña presta especial atención a la última: la venatio como actividad de recreo. Cicerón (de off. 1.29.104) alababa la bondad de la caza como juego o diversión, tanto para jóvenes como para mayores: “También en el juego hay que sostener cierta moderación, de modo que no nos entreguemos del todo a él y, exaltados por el placer, derivemos en alguna bajeza. Nuestro Campo de Marte y el gusto por la caza proporcionan ejemplos honorables de juego” (trad. de I. J. García Pinilla). Al mismo tiempo, en un pueblo tan beligerante como el romano, la caza se convirtió en una herramienta perfecta para el entrenamiento militar de los jóvenes y como ejercicio de mantenimiento físico para los adultos. En los períodos entre campañas, quienes podían permitírselo intentaban compaginar las ocupaciones intelectuales (estudio del Derecho o del arte de la retórica, verbi gratia) con las físicas, entre las que las prácticas venatorias podían tener una función importante. Alguno como Escipión Emiliano dedicaba todo su tiempo de ocio a la caza deportiva como parte de su adiestramiento militar, algo que había comenzado a hacer en los descansos que le permitía la guerra contra Macedonia, y que no dejó de hacer a su vuelta a Roma. Tiempo atrás, Jenofonte había dedicado un opúsculo a la caza (Cinegetico) en el que alababa este ejercicio como parte de la instrucción militar[4](pp. 100-101, 109-110). Toda esta creciente importancia que va adquiriendo la venatio como ejercicio formativo y al mismo tiempo lúdico, fue calando en la literatura latina republicana y del Principado en casi todos los géneros, pues como escribía Michael von Albrecht, «el romano aprecia en los géneros literarios la relación con la vida real»[5];pero de forma especial en la poesía: la A. recoge varios ejemplos de poetas que con sus versos prácticamente desarrollaron una especie de poesía didáctica o formativa (pp. 102-107, 113-119).
Una de las facetas en las que más se advierte la creciente pasión de los romanos por la actividad de la caza y los animales cazados fue, sin duda, las venationes, esto es, los espectáculos en la arena con luchas de animales salvajes como leones, tigres, osos, hipopótamos, serpientes, cocodrilos, etc. (pp. 121-150; precisiones terminológicas sobre venationes, en pp. 247-250, 275). Este tipo de divertimento se ajustaba como un guante a los gustos de nuestros antiguos, muy especialmente a los romanos, quienes eran aficionados a los animales exóticos y desconocidos, pero también disfrutaban de la fuerza y el impacto que conferían la sangre y la violencia a los espectáculos, unas formas de comportamiento o costumbres criticadas sin ambages por Séneca Minor[6]. Las venationes podían ser de diferentes tipos, unas ciertamente más violentas que otras: desde la simple exhibición de animales cazados en el extranjero y llevados a Roma para mostrarlos al pueblo en los ludi, hasta hacerlos luchar entre sí o contra cazadores romanos como parte del espectáculo y, por supuesto, la peor de esta forma de diversión: utilizarlos en la arena contra seres humanos, algo que comienza a ser cruelmente habitual desde el s. I d. C. como condena penal o como castigo letal a ciertos colectivos como los cristianos. Es interesante la perspectiva desde la que la A. estudia esta manifestación lúdica de la caza y las bestias salvajes, buscando precisamente el elemento psicológico (la curiosidad y la satisfacción de percibir en vivo el instinto de bestias y humanos, así como los recursos de que disponían para imponerse en esas luchas desiguales)[7], indagando qué era lo que gustaba tanto al romano de estos espectáculos (además del espectáculo en sí mismo, para Valmaña constituía el ejercicio pasivo de una actividad lúdica, la caza, a la quela mayoría no podía acceder: pp. 96-97, 111-113), pero aportando abundante información sobre los animales más empleados y demandados por el pueblo[8]. El aprecio de los romanos por la caza y este tipo de espectáculos con animales se verifica por la frecuente aparición en la literatura y en vestigios iconográficos (pinturas, cerámicas, monedas, mosaicos, etc.) de escenas de cacerías, animales y cazadores.
En suma, tal y como deduce la autora (pp. 96-97, 111-113), durante la época republicana tardía y el Principado, la práctica de las acciones venatorias aparecen bajo tres modalidades: como el viejo recurso de procurarse sustento alimenticio (aquí y ahora practicado especialmente por las clases altas, y más que por necesidad, por el placer de servir en sus mesas la carne de los animales de sus fundos); como actividad lúdica en segundo lugar (ocio en sentido activo), sirviendo además de ejercicio práctico para los jóvenes en su adiestramiento castrense; y, por último, el ejercicio pasivo de la caza, que lo constituyen las venationes.
Es a partir de aquí cuando la monografía da un giro importante y se convierte en un sobresaliente tratado agropecuario romano (que engloba los capítulos tercero y cuarto, pp. 157-286, y buena parte del quinto), una materia que ha tenido muy poco calado en la romanística española, si exceptuamos acaso el libro publicado hace ya algunos años por Rosalía Rodríguez López sobre el huerto[9]. Valmaña desmenuza ampliamente los tratados antiguos más importantes sobre agri cultura o de rebus rusticis, fundamentalmente los de Varrón (s. I a. C.), Columela (s. I d. C.) y Paladio (s. IV d. C.), dejando a un lado el primero de ellos escrito por Catón el Viejo en época republicana (s. II a. C.), cuyo modelo de explotación económica de las villae se orientaba básicamente a la agricultura y no hacia la ganadería o la crianza de animales. Las restantes obras no se dedican exclusivamente a la agricultura y sus técnicas, sino que constituyen manuales en toda regla de economía rural con sus estudios del aprovechamiento y explotación de la flora y la fauna de los predios romanos. Mismo objetivo que persigue Valmaña en este tercer capítulo dedicado a la caza como actividad económica, en el que busca especial, pero no exclusivamente, la relación entre los animales y los espacios de la granja en que son criados y explotados económicamente. La A. parte de una aproximación al hortus romano, para constatar que desde los siglos II y I a. C., los grandes latifundia en manos de la nobleza romana[10] comenzaron a ser no solo espacios dedicados al cultivo, sino centros de actividad económica en los que la explotación de animales de caza, domesticados o salvajes, fue uno de sus principales activos en cuanto a rentabilidad (pp. 159, 181), aunque siempre inferiores a los producidos directamente por la agricultura (p. 302).
De los especialistas agrónomos anteriormente citados, y de otros escritores como Catulo, Juvenal, Aulo Gelio, Séneca Minor, Amiano Marcelino o Plinio el Viejo, la A. va extrayendo y confrontando la amplia y variada terminología agropecuaria, especialmente la que se refiere a los espacios en que se criaban los animales y que ocasionalmente podían contribuir a la explotación económica de la finca usándolos –diríamos en la actualidad– como cotos privados de caza: leporaria (para la cría de los animales silvestres o salvajes, como liebres, ciervos, cabras o jabalíes)[11], vivaria(posterior en el tiempo, pero de igual contenido que leporarium)[12], ornithones o aviarii (para las aves) y piscinae (para los peces). El número de referencias que trae a estas páginas la autora es más que significativo, e interesa no solo por la información exhaustiva que aporta sobre criaderos de jabalíes, lirones, liebres o corzos, los viveros de caracoles, ostras, morenas y otras especies de peces, así como sobre las colmenas de abejas, sino, porque repito, lo realiza señalando la diferencia y extensión de los significados según sean usados por un autor u otros, o en una época anterior o posterior.
Toda esta materia viene rematada en el capítulo cuarto, sección que la A. aprovecha para hacer una última incursión en la terminología cinegética latina, especialmente la relativa a los términos venatio (ejercicio de la caza; caza; caza como espectáculo; la presa cogida en la caza; producto de la caza; septum venationis cercado de caza), venationes (espectáculos en la arena; para algunos autores, explotación económica de ciertos animales) y venaticum (propio o relativo a la caza; que anda a la caza de algo; canes venatici perros de caza) (pp. 247-286; asimismo, en pp. 327-331, 334-336, 343-351).
La última parte del libro está dedicada a la calificación jurídica de los animales por parte de la jurisprudencia romana. La autora advierte bien pronto las diferencias de tratamiento entre los agrónomos y los juristas: si a los primeros les interesan los animales como parte de la actividad económica de las villae, los segundos buscan explicar «el régimen del dominium sobre los mismos y todos aquellos problemas que pueden surgir en relación con la pérdida y subsiguiente adquisición del animal por parte de otras personas» (p. 287). Partiendo de esta premisa general, no hay duda de que los juristas tienen también en la cabeza la existencia de vivaria en las fincas y la importancia económica que tenían para sus propietarios. Como es bien sabido, la regulación jurídica sobre los animales gira en torno a la idea del animus revertendi de estos, es decir, sobre la costumbre de los animales de salir de la finca y regresar a ella con posterioridad de forma natural o habitual. Ya en páginas anteriores, al hablar del elemento económico de la caza, Valmaña había anticipado parte del régimen jurídico del animus revertendi y la diferencia entre animales salvajes (ferae) y domesticados o mansos (mansueti), trayendo a colación los principales problemas jurídicos relacionados con la adquisición o pérdida de la posesión y propiedad de los animales, el significado del término custodia en este ámbito o el carácter de res nullius atribuido a los animales salvajes (pp. 214-221, 239-246).Resulta muy interesante la relación que establece entre el animus revertendi y la naturalis libertas de las ferae bestiae, vinculándolas a la intervención humana, en el sentido de que los granjeros contribuían a despertar esa costumbre en los animales mediante la construcción de espacios para ellos o, simplemente, alimentándolos de forma habitual (p. 221). Todo ello formaba parte de la correcta administración económica de la actividad cinegética.
Para Valmaña, los juristas construyen el régimen jurídico de los animales según se encuentren en alguna de estas posibles situaciones: a) animales capturados y encerrados en jaulas o espacios acotados, de los que el dueño de la finca tiene plena disponibilidad (son propiedad de este, por ocupación, y únicamente se perdería el dominium si dejaran de estar sub custodia); b) animales nacidos en cautividad, en espacios acotados (considerados frutos naturales, pertenecen al dueño mientras permanezcan bajo su custodia); c) animales capturados y recluidos en espacios acotados amplios, por los que vagan con cierta libertad, y animales con animus revertendi (los más problemáticos a nivel jurídico y a los que la A. dedica mayor atención, poniéndolos en relación con las reglas ideadas por los juristas respecto de las abejas); d) animales que no viven en viveros, sino en silvae circumseptae, en selvas acotadas (sobre los que no se tiene la propiedad ni la posesión, pues no se ha realizado ningún acto de adquisición sobre ellos). Tampoco escapan al interés de la autora otros problemas relacionados con la tenencia de animales: su carácter de res mancipi o nec mancipi, los daños causados por estos, la compraventa o el usufructo de fincas con leporarios y viveros, etc., ofreciendo una panorámica amplia y global de los problemas que se podían plantear y las soluciones dadas por los juristas.
Termino. Es frecuente que quien escribe sobre caza sea cazador, o al menos, amante de la cinegética[13]. En más de una ocasión, especialmente en entrevistas, Miguel Delibes, que también era cazador y probablemente el mayor exponente de la literatura cinegética patria en el s. XX, había afirmado ser «un cazador que escribe antes que un escritor que caza», subrayando la correlación que existe entre caza y literatura, entre la escopeta y la pluma[14]. Desconozco si Alicia Valmaña, como el gran novelista vallisoletano, es al mismo tiempo escritora y cazadora, aficionada o detractora de esta actividad deportiva. En realidad, es este un libro en el que la sensibilidad personal puede quedar al margen de sus páginas. Como estudio histórico que es, la A. nos acerca exclusivamente los sentimientos y la consideración de la caza entre los romanos, así como la correspondiente regulación jurídica que hubo que armar para evitar la posible colisión entre el derecho a cazar y la propiedad de lo cazado. Esos dos aspectos, el sociológico y el jurídico, que junto al económico constituyen el armazón de esta excelente monografía, están generosamente desarrollados por su autora, quien acredita asimismo un gran conocimiento del lenguaje agrónomo y cinegético, de las especies animales, de la literatura poética y agropecuaria y, en general, de cualquier otro aspecto que pueda tener relación con el mundo de la caza. Sin duda, dentro de la literatura venatoria de carácter académico, el libro de Alicia Valmaña está llamado a ocupar un puesto de relieve.
Santiago Castán
Universidad Rey Juan Carlos
[1] J. Ortega y Gasset, “A «Veinte años de caza mayor» del Conde de Yebes”, en J. Ortega y Gasset, Obras completas, vol. VI, 6ª ed., Madrid, Revista de Occidente, 1964, p. 421 (el prólogo entero, del año 1942, en pp. 419-491).
[2] En el Prólogo citado (n.1), p. 426.
[3] Sall. Cat. 4.1-2: “De manera que cuando mi espíritu descansó de las muchas miserias y peligros y resolví pasar el resto de mi vida lejos de la política, no fueron mis planes malgastar un buen descanso en la inactividad y la desidia, ni tampoco pasarme la vida aplicado a cultivar un campo o a cazar, menesteres de esclavos…” (vero agrum colundo aut venando servilibus officiis). La traducción es de B. Segura Ramos. Puede verse complementariamente J. Guillén, Vrbs Roma. Vida y costumbre de los romanos, vol. II. La vida pública³, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1986, pp. 323-324.
[4] Cinegetico 12.1-4): “Sacarán gran provecho los que tienen afición a este ejercicio, pues procura salud a los cuerpos, perfecciona la vista y oído, retrasa la vejez y, sobre todo, educa para la guerra. En primer lugar, cuando marchen con las armas por caminos difíciles, no se rendirán, ya que soportarán las fatigas por estar acostumbrados a apresar las fieras por medio de las armas. Serán capaces, además, de acostarse en lecho duro y ser buenos centinelas del puesto asignado. En las marchas contra el enemigo, serán capaces de cumplir las órdenes transmitidas y, a la vez, de atacar, porque así cobran ellos las piezas de caza. Cuando formen en primera línea, no abandonarán la formación porque sabrán resistir. Si los enemigos huyen, perseguirán a sus contrarios con orden y seguridad en todo terreno gracias a su hábito. Si el ejército propio sufre un descalabro en terrenos frondosos, escarpados o difíciles por otro motivo, podrán salvarse ellos mismos sin deshonrar y salvar también a otros, porque la práctica del ejercicio les proporcionará un conocimiento superior” (trad. de O. Guntiñas Tuñón). En realidad, la totalidad de este párrafo 12 está dedicada a la caza como preparación óptima para la guerra.
[5] M. von Albrecht, Historia de la literatura romana. Desde Andrónico hasta Boecio, vol. I, versión castellana por D. Estefanía y A. Pociña Pérez, Herder, Barcelona, 1997, p. 271.
[6] Sus críticas a los juegos, y sobre todo hacia los gustos macabros del populacho, interviniesen o no animales, son frecuentes en sus diálogos y cartas: v. gr., en de ira 1.2.4; de tranq. anim. 11.4-5; de brev. vit. 13.6-7; de clem. 1.25.1-2; ad Luc. 1.7; 4.37.1; 15.95.33.
[7] Vid. P. Grimal, La civilización romana. Vida, costumbres, leyes, artes, trad. de J. de C. Serra Ràfols, Paidós, Barcelona, 1999, p. 275.
[8] Desde que Roma entró en contacto con África, se hizo habitual la captura de grandes fieras salvajes para llevarlas a la urbe con objeto de exhibirlas ante el pueblo. Los espectadores no solo podían ver aquellos magníficos animales luchando entre sí o contra cazadores romanos, también los veían actuar como si estuvieran en sus países de origen, pues las representaciones en las venationes, que incluían reproducciones de su hábitat natural, eran muy ricas en efectos escénicos reales. Era una forma, como dice Valmaña (pp. 143-144), de mostrar la flora y fauna extranjeras, las condiciones de vida de esos animales en sus paisajes reales. El pueblo, efectivamente, desde el s. II a.C. disfrutaba enormemente de estos espectáculos. Los ediles eran quienes se encargaban de la organización de la mayoría de los ludi oficiales, y aunque eran los grandes generales (cónsules y pretores) quienes los llevaban a Roma, el pueblo esperaba de sus ediles los mejores eventos posibles. Sila fue testigo de ello cuando concurrió a unas elecciones a la pretura: “Sila pensaba que la gloria que había obtenido en las acciones de guerra era suficiente para conseguir poder político, por lo que se pasó del ejercito a la acción sobre el pueblo, se inscribió como candidato para la pretura, pero fracasó. Se le echó la culpa a la muchedumbre, pues contaban que estos sabían de la amistad de Sila con Boco y creían que si se le hacía edil, en lugar de pretor, tendrían mejores jaurías y combates de fieras africanas; eligieron a otros pretores para obligarle a tomar el cargo de edil” (Plut. Sull. 5.1, trad. de J. Cano Cuenca). Séneca (de brev. vit. 13.6) y Plinio (NH. 8.20.53) dicen que después de aquello fue el primero en ofrecer un combate de leones sueltos en el circo.
[9] R. Rodríguez López, El huerto en la Roma antigua, Madrid, 2008. Obra que elogia Valmaña en p. 157 n. 233.
[10] Conocida es la gran mutación económica (y moral) que se produjo en la República romana desde finales del s. III, cambio ligado a la evolución de la Guerras Púnicas y al recién estrenado dominio romano por la cuenca mediterránea que le permitiría a Roma, convertida ya en potencia talasocrática, adueñarse de un vasto territorio y una numerosísima fuerza humana que utilizar bajo la forma de esclavitud. La riqueza y la ostentación del lujo comenzaron a ser señas de identidad de la nobleza. Pero el coste personal de la contienda, con grandes bajas entre el ciudadano campesino medio (pequeño propietario y al mismo tiempo efectivo militar), fue terrible, a lo que hay que sumar la larga duración de la misma para quienes lograron regresar y el panorama desolador que encontraron a su vuelta. El resultado fue que muchos de ellos no pudieron volver a hacer rentables sus tierras de cultivo y se vieron constreñidos a venderlas. Beneficiarias de esta situación fueron las grandes familias nobiliarias que hicieron acopio de todas esas tierras, activando una nueva forma de economía latifundística en la que la mano de obra servil jugó un papel determinante. Fue el legado de Aníbal en la conocida interpretación de Arnold Toynbee (Hannibal’s Legacy). A partir de este momento, la nobleza terrateniente aprovecharía sus grandes propiedades para explorar otros recursos de rentabilidad económica en los que los animales de caza (para ayudar en la caza o ser cazados) se revelaron como una fuente de ingresos importante.
[11] Se pregunta Valmaña (pp. 193-194) si este tipo de espacios estarían dedicados a la caza, y considera que desde la época de Varrón, si bien «todavía no se puede hablar de fincas destinadas a la caza, en el sentido actual de cotos de caza, tampoco se puede negar la posibilidad de que en muchas de ellas se practicara de manera habitual». Léanse, igualmente, las conclusiones sobre los leporarios en la obra de Varrón (pp. 274-275).
[12] Utilizado por Columela (pp. 279-282).
[13] Hablo de literatura y dejo al margen, claro está, otras disertaciones en forma de artículos de opinión o similares que, especialmente en los últimos años, han mostrado un fuerte rechazo a la caza como actividad deportiva y a cualquier otra acción o exhibición en las que los animales puedan sufrir acoso y daños, o ser objeto de exposición pública (corridas de toros, fiestas populares con uso de animales, actuaciones circenses, exhibición de animales en cautiverio, etc.). Pero no tiene sentido aquí entrar en ese debate que nada tiene que ver con el libro de Valmaña.
[14] Vid. F. de P. Sánchez Zamorano, “La caza en la literatura”, en Boletín de la Real Academia de Córdoba de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, vol. 86, núm. 152, 2007, p. 49.