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ISSN1989-1970 |
Abril-2025 Full text article |
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Fecha de recepción: 28/02/2025 |
Fecha de aceptación: 14/04/2025 |
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Palabras clave: Gracos, comitia, Ilustración, revolución, República, Constitución |
Keywords: Gracchi, comitia, Enlightenment, revolution, Republic, Constitution |
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QUIS TULERIT GRACCHOS… EL EPISODIO DE LOS HERMANOS GRACO SEGÚN LOS RELATOS ANTIGUOS Y SU IMPACTO EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y JURÍDICO CONTEMPORÁNEO
QUIS TULERIT GRACCHOS… THE GRACCHI BROTHERS EPISODE ACCORDING TO ANCIENT WRITINGS AND ITS IMPACT ON CONTEMPORARY POLITICAL AND LEGAL THOUGHT Miguel Ángel García Olmo Doctorando de Derecho Romano de la Universidad de Murcia. Doctor en Antropología Cultural ORCID: https://orcid.org/0009-0003-2121-1085
Lucía Melgarejo Meseguer Universidad de Murcia
(GARCÍA-OLMO, Miguel Ángel-MELGAREJO MESEGUER, Lucía. QUIS TULERIT GRACCHOS… El episodio de los hermanos Graco según los relatos antiguos y su impacto en el pensamiento político y jurídico contemporáneo RIDROM [on line]. 34-2025.ISSN 1989-1970., pp. 364-459. https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom)
Resumen: Abordamos aquí la huella que en el pensamiento histórico, político y jurídico de nuestro tiempo ha dejado la peripecia romana de los hijos de Sempronio Graco y Cornelia —Tiberio y Gayo—, que supuso una inflexión trágica en el derrotero de la República hasta precipitar su caída, tras un siglo de contiendas civiles. Para facilitar la comprensión y el debido contexto histórico, reconstruimos primero sendos momentos de protagonismo de estas figuras de la Antigüedad tal y como los presentan las fuentes grecolatinas
Abstract: We discuss here the influence left on the historical, political and legal thought of our time by the life path of the children of Sempronius Gracchus and Cornelia —Tiberius and Gaius—, which represented a tragic turning point in the course of the Roman Republic until its fall, after a century of civil strife. To help understand and provide an adequate historical context, both moments of prominence of these ancient figures are reconstructed as they were presented by Greco-Latin sources. |
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[NOTA REFERENTE AL TÍTULO: “Quis tulerit Gracchos de seditione querentes?” es un agudo verso de la sátira segunda de Juvenal, que alcanzó notoriedad como tópico y que hemos visto aludido, por ejemplo, por Friedrich Engels en su introducción a la edición de 1895 de Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 de Karl Marx]
Nihil est incertius vulgo, nihil obscurius voluntate hominum, nihil fallacius ratione tota comitiorum.
(M. T. CICERO, ‘Pro Murena’, 17, 36)
SUMARIO: 1. Presentación 2. Exposición histórica 3. El Siglo de las Luces 4. Los revolucionarios 5. La Modernidad 6. Colofón 7. Bibliografía adicional
1. PRESENTACIÓN
Pretendemos con este trabajo analizar la impronta que ha dejado en el pensamiento jurídico-político moderno un episodio de la historia de Roma aparentemente remoto y puntual, pero que ya en su tiempo cambió el curso de siglos de la República romana, y dos milenios después —merced en buena medida a la educación tradicional, basada en referentes clásicos— ha permanecido visible en el imaginario de numerosos autores occidentales. Nos referimos a los convulsos tribunados de Tiberio (133 a. C.) y Gayo Sempronio Graco (123 a. C.); pero, antes de acometer la tarea de indagar la presencia de estos dos personajes y su obra en tantos desarrollos teóricos e incluso de praxis política de nuestra era, creemos obligado narrar con cierto detalle cómo fueron los hechos y cuál fue la trayectoria, a la par célebre y trágica, de unos hermanos que nunca faltan en historia alguna que se precie. Para reconstruir el impactante relato de los Gracos optamos por ceñirnos a las fuentes clásicas, con breves catas en la evidencia epigráfica o arqueológica, que nos parece que confirman muchos detalles, así como el sentido general hacia el que discurren los más reputados testimonios literarios de la Antigüedad.
2. EXPOSICIÓN HISTÓRICA[1]
Nació Tiberio Graco hacia el año 162 a. C. en una época marcada por la creciente expansión territorial de la República romana. Tras haber dominado casi por completo la península itálica, Roma dio el siguiente paso, lógico en su afán de crecimiento, centrando su atención en los territorios convecinos. Así, a lo largo de los siglos III y II a. C., se sucedieron diversas conquistas en el entorno del Mediterráneo que permitieron la incorporación de nuevos y ricos dominios a la República. Se desataron a la sazón las Guerras Púnicas, que otorgaron a Roma las fértiles tierras de Siracusa y Sicilia[2]; dieron sus frutos las campañas militares de Macedonia y Grecia, acaudilladas por los generales Flaminino, Emilio Paulo y Lucio Mumio; de igual manera, los asuntos en Siria se saldaron con la derrota del rey Antíoco III y, mediante el tratado de Apamea, fueron aseguradas todas las valiosas posesiones que atesoraba el monarca seléucida al oeste de los Montes Tauro[3].
Los territorios conquistados se conformaron entonces en vastos latifundios, cuyas excelentes características los volvían más rentables que las pequeñas explotaciones agrícolas. Asimismo, el rebrote incesante de hostilidades —especialmente el gravoso conflicto en la Península Ibérica[4]— había conducido en Italia a una alarmante escasez de hombres jóvenes y en edad de trabajar. A medida que este sector disminuía, se incrementaba el número de esclavos adquiridos a través de las guerras, los cuales pronto comenzaron a suplir la mano de obra de los latifundios. Sin posibilidad de competir con un modelo mucho más lucrativo, la única esperanza del campesino rural residía en malvender sus tierras de manera apresurada a la aristocracia senatorial —la cual, además, se beneficiaba de la explotación exclusiva del ager publicus, viendo así un súbito incremento de sus riquezas[5]—, así como en trasladarse del campo a la ciudad en busca de sustento.
Para abordar dicha problemática se ensayaron diversas medidas, aunque ninguna resultó verdaderamente eficaz. Ahora bien, ya existía desde mediados del siglo IV a. C. una legislación destinada a gestionar las tierras que pertenecían al Estado: las leges Liciniae-Sextiae[6]. Presentadas por los tribunos de la plebe Gayo Licinio Estolón y Lucio Sextio Laterano, estas leyes establecían, entre otras previsiones, que ningún ciudadano pudiera poseer más de 500 yugadas de ager publicus; no obstante, tales disposiciones eran transgredidas con asiduidad[7]. La última tentativa de reforma previa a la llegada de los Gracos, se gestó en el círculo de Escipión Emiliano: a través de Gayo Lelio, se presentó una propuesta de ley —cuyos detalles desconocemos— que buscaba solucionar la preocupante situación en que vivía la población rural; pero Lelio se vio obligado a retirarla ante la decidida oposición de numerosos senadores, temiendo que esto pudiese suscitar futuras disensiones en el Senado[8]. En estas circunstancias se encontraba la República romana cuando Tiberio emprendió su vida política.
Había nacido, decíamos, en el seno de la gens Sempronia, una familia plebeya, pero consular. Su padre del mismo nombre, Tiberio Sempronio Graco, se había distinguido durante la primera guerra celtíbera[9], llegando a ocupar el cargo de cónsul en el año 177 a. C. Desempeñándose luego como censor, implementó una medida, que le valió el aplauso general de sus contemporáneos, por la que disponía que todos los libertos de Roma se adscribieran dentro de la tribu Esquilina[10]. Pese a su animosidad inicial hacia Escipión el Africano, Graco acabó por desposar a la menor de sus dos hijas, Cornelia, una mujer muy reconocida en Roma por sus virtudes morales. De los doce hijos[11] que nacieron de este matrimonio, únicamente tres llegarían a la edad adulta: Gayo, Sempronia y el propio Tiberio, siendo éste el mayor de los varones.
Crecieron Tiberio y Gayo en un ambiente culto y filo-helénico propio de la casta de los Escipiones. Tras el pronto fallecimiento de su padre, el peso de la educación de ambos hermanos recayó completamente sobre Cornelia, quien se esmeró en brindarles una formación refinada con los mejores tutores griegos del momento. Tiberio recibe lecciones del retórico Diófanes de Mitilene[12], y, probablemente, en esta misma época conoce también al filósofo estoico Blosio de Cumas; ambos eruditos terminarán siendo partidarios acérrimos de la causa graquiana y, según aseveran algunas fuentes, habrían ejercido cierta influencia en el devenir político de este joven[13].
El primer hecho significativo en la trayectoria pública de Tiberio se produce durante la Guerra de Numancia. Llevaban los romanos casi una década combatiendo contra los numantinos sin demasiado éxito. A lo largo de este periodo, numerosos generales asumieron el mando del ejército en la Península Ibérica, pero sus intervenciones no llegaban a reportar resultados satisfactorios para Roma, y a menudo se demostraba la ineptitud de algunos de ellos para desempeñar el cargo. Quinto Pompeyo, uno de estos generales, estableció un tratado de paz con los numantinos sin el conocimiento del Senado[14], siendo sustituido por Popilio Lenas, quien reanudó las hostilidades con el respaldo senatorial.
El joven Tiberio había sido enviado en calidad de cuestor bajo el mando del general Hostilio Mancino, sucesor de Lenas, un hombre, a decir de Plutarco, que “no era cobarde, pero sí desgraciado”[15]. Lo cierto es que su gestión durante el conflicto había resultado desastrosa para el ejército romano, acumulando una sucesión ininterrumpida de derrotas[16]. En uno de los múltiples enfrentamientos contra los romanos, los numantinos lograron sorprender y cercar al ejército, forzando a Mancino a negociar un acuerdo con ellos para asegurar la salvación de sus tropas. Las conversaciones fueron lideradas por Tiberio, y, ya fuera por el buen recuerdo que los numantinos todavía conservaban de su padre[17] o por su simple posición como cuestor, finalmente, se consiguió la protección de todos los soldados bajo condiciones desfavorables. En Roma, sin embargo, los términos del tratado fueron despreciados, comparándolo con la humillación sufrida por la República en las Horcas Caudinas[18]. Así pues, los sacerdotes feciales[19] decidieron aplicar a Mancino el mismo castigo que hubo de recaer entonces sobre los cónsules responsables de aquella rendición ante los samnitas: desnudo y amarrado, fue enviado de regreso a los numantinos[20].
A pesar de su clara implicación en este asunto, Tiberio logró eludir en gran medida las sospechas de culpabilidad, tal vez gracias a la intercesión de Escipión Emiliano[21], aunque todavía enfrentaba numerosas críticas provenientes sobre todo de la clase senatorial. Su entorno, no obstante, comenzó a difamar al Africano menor —posiblemente en un intento de defensa— acusándolo de no haber rescatado también a Mancino y de incumplir el tratado que Tiberio había pactado con los numantinos; en este punto sitúa la mayoría de autores el inicio de la aversión mutua entre Tiberio y el Senado.
Poco después, en el año 133 a. C., Tiberio es nombrado tribuno de la plebe y con las facultades que le otorgaba su nueva posición, trata de impulsar una reforma agraria con el objeto de aliviar la delicada situación de la población campesina. Esta repentina preocupación que manifiesta Tiberio por el proletariado rural dio lugar a numerosas especulaciones en su momento: los adversarios sugerían que tal interés respondía a un deseo de reconocimiento por parte del tribuno, así como a una necesidad de vindicación personal frente a la nobleza que tanto vituperó su actuación en Numancia. Sus partidarios, en cambio, defendían el genuino interés de este político por las clases bajas surgido durante su paso por la Toscana, cuando se dirigía a Numancia, en donde tuvo la oportunidad de comprobar la alarmante escasez poblacional y la afluencia de esclavos a las tierras públicas. Ahora bien, Tiberio no redactó en solitario su ley agraria, sino que estuvo asesorado por varios jurisconsultos y expertos en derecho[22], entre los que se contaban Mucio Escévola[23], distinguido jurista y cónsul en aquel mismo año, el pontífice máximo Craso Muciano[24] y su propio suegro Apio Claudio.
La reforma era, en esencia, una restitución de las leges Liciniae-Sextiae por la que nuevamente se establecía que ningún ciudadano podría disponer de más de 500 yugadas de ager publicus, incorporando la posibilidad de añadir 250 yugadas por cada hijo que tuviera el ocupante. Las tierras reintegradas al Estado se fraccionarían entonces bajo la supervisión de tres comisionados, cuyo mandato debía renovarse anualmente, distribuyéndose en parcelas de 30 yugadas entre los ciudadanos necesitados[25].
La iniciativa fue ampliamente criticada por la aristocracia senatorial que, temiendo perder sus propiedades, inició una campaña de desprestigio contra Tiberio. Buscaron, igualmente, el apoyo de Marco Octavio, otro tribuno de la plebe y amigo muy cercano de Tiberio, a quien mediante la súplica y la suscitación de temores —pues él también poseía grandes extensiones de terreno— lograron persuadir para que interpusiera su veto a la nueva ley agraria.
Ante estas circunstancias, Tiberio se vio forzado a retirar su propuesta provisionalmente. No tardó, sin embargo, en presentar otra ley de un carácter mucho más severo que el que había exhibido la anterior, pues suprimía la compensación económica que el Estado debía ofrecer a los propietarios por las tierras que les habían sido confiscadas[26]. ¿A qué obedece un cambio tan repentino en la formulación de la ley? ¿Por qué motivo iba Graco a eliminar un detalle sin apenas relevancia para sus propósitos, sabiendo, además, que semejante disposición redundaría en su perjuicio al atraerle todavía más opositores? No tenemos ninguna certeza a este respecto: es de suponer que un enfoque más agresivo contra los latifundistas habría sido muy bien recibido por el iracundo campesinado, cuyos numerosos votos, si decidieran sumarse a la causa de Tiberio, podrían facilitar la aprobación de su ley. Octavio, naturalmente, continuó negándose a aceptar cualquier versión de la ley agraria, de forma que Tiberio, resuelto a lograr la ejecución de sus proyectos y creyendo percibir las razones que había detrás de aquella negativa, planteó a su colega una alternativa que podría resultar beneficiosa para ambos: si éste accedía a retirar su veto, Graco se comprometía a abonar de su propia hacienda el importe de las extensas tierras que Octavio poseía y que formaban parte del ager publicus. El tribuno rechazó la propuesta y Tiberio optó por emitir un decreto —supuestamente un iustitium[27]— suspendiendo todas las actividades públicas y judiciales de los magistrados hasta dar por concluida la votación de la ley agraria. Para asegurarse de que este procedimiento fuese respetado, Tiberio selló personalmente la puerta del Templo de Saturno, lugar donde los romanos custodiaban el aerarium[28], con el fin de que ningún cuestor pudiera disponer de sus fondos. Asimismo, anunció la posibilidad de imponer sanciones a aquellos pretores que mostrasen resistencia a las nuevas medidas[29]. De este modo, entre prohibiciones y advertencias, algunas sutiles y otras más ostensibles, consiguió Graco inducir a todos los magistrados a abandonar el ejercicio de su cargo.
Llegó finalmente el día de las votaciones, no sin antes reportarse algunos incidentes[30]. Dos varones consulares, Fulvio y Manlio[31], se aproximaron a Tiberio y le propusieron que sometiera primero su moción a la consideración del Senado. El tribuno acogió la sugerencia con vanas esperanzas, convencido de que sus demandas eran demasiado justas como para que los senadores se las negasen[32]. Aquéllos, sin embargo, no mostraban la buena disposición que Graco se había figurado: en la Curia, Tiberio contaba con escasos aliados y las negociaciones, al final, no dieron fruto alguno.
Frustrado y sin ver otras salidas legales, Tiberio decidió recurrir a un procedimiento que era completamente ilegal y ajeno a la constitución romana: la deposición de Marco Octavio de su cargo. Regresó al foro e imploró a su colega que, en aras del bien común, renunciase por propia voluntad a la magistratura. Octavio, claro está, desechó de inmediato una propuesta que, además de ser ilícita, iba en detrimento de su persona. En vista de que las súplicas no conseguían arrancarle la anuencia, Tiberio declaró ante el pueblo que ahora se había vuelto necesario que uno de los dos tribunos abandonara el cargo, sometiendo tal decisión al veredicto popular; juzgaba Graco que si un tribuno actuaba en contra de los intereses del pueblo, no debería seguir ocupando la magistratura. Había pensado comenzar con la votación sobre su propia continuidad, pero como Octavio amagó con volver a protestar, Tiberio ordenó que primero se deliberase sobre aquél, disolvió la asamblea y convocó al pueblo para el día siguiente. Por la mañana, las treinta y cinco tribus emitieron su voto y Marco Octavio fue destituido y reducido a la condición de privatus[33]. Se procedió enseguida a buscarle sustituto: un tal Quinto Mumio[34], cliente de Tiberio, quien no pondría objeción alguna al proyecto. Seguidamente, fue aprobada por aclamación popular la ley agraria y se constituyó una comisión de tres hombres para supervisar la división y el reparto de tierras; fueron elegidos el propio Tiberio, su hermano Gayo —que a la sazón se hallaba combatiendo en Numancia bajo el mando de Escipión Emiliano— y Apio Claudio, el padre de su esposa. Estos hechos causaron gran indignación entre los enemigos de Tiberio, que comenzaban a ver en la ley agraria una suerte de empresa familiar.
La deposición de Octavio, como ya hemos señalado, era una medida contraria a la constitución romana sin precedentes en la República, aunque sí contemplada en los sistemas políticos griegos. ¿Pudo Tiberio haber tomado esta decisión por instigación de Blosio de Cumas, tutor y confidente suyo? Muchos lo creyeron así[35]. Lo que más sorprendía de semejante disposición, sin embargo, era que se hubiera aplicado sobre una magistratura tan respetada por los antiguos como era el tribunado, cuya sacrosancta potestas[36] se había erigido en pilar fundamental de esta institución desde el momento de su creación; las sospechas sobre las verdaderas aspiraciones de Tiberio comenzaban a cobrar mayor fuerza. Los latifundistas, desde hacía ya algún tiempo, habían decidido intervenir en el asunto y contratado a hombres armados con el propósito de acabar con la vida del tribuno[37]. Tiberio, por su parte, se acostumbró a llevar como medida de defensa cada vez que se presentaba en público, un pequeño puñal[38] escondido en el interior de un bastón.
Pero el acto no sólo fue mal recibido por los latifundistas, sino que también provocó el rechazo de quienes habían apoyado incondicionalmente la causa graquiana. Tiberio había sido un personaje muy querido en Roma, en buena parte gracias a su parentela, pero también a sus propias cualidades. Se nos dice que era un orador excepcional, con un estilo puro y bien cuidado, suave al declamar sin recurrir a aspavientos innecesarios, con un discurso inclinado por naturaleza, no tanto a la persuasión como a la compasión[39]. Hasta ese momento, no había realizado una sola acción que le hubiera merecido reproche por parte de sus contemporáneos, por lo que no es de sorprender que muchos se sintieran genuinamente traicionados al descubrir que la figura en la que habían depositado casi todas sus esperanzas tomaba ahora una dirección que no se correspondía con los principios que esperaban. Otros, en cambio, celebraron la noticia de la destitución de Octavio con entusiasmo, disponiéndose a escoltar a Tiberio hasta su casa[40].
Ahora bien, la ley agraria, una vez instaurada, se encontró con varios inconvenientes. En primer lugar, el Senado, a instancias de Escipión Nasica[41] —pontífice máximo y uno de los más acerbos enemigos de Tiberio—, había denegado a los comisionados un espacio para llevar a cabo los trámites del reparto de tierras, además de asignarles para expensas la irrisoria cantidad de nueve óbolos diarios[42]. Por otro lado, los nuevos propietarios carecían de medios suficientes para costear el mantenimiento de las tierras que se les habían otorgado, y el Estado, arruinado por las constantes guerras, tampoco podía proporcionárselos.
Mientras en Roma se desarrollaban estos acontecimientos, Atalo III Philometor[43], rey de Pérgamo, falleció sin dejar descendencia legítima, legando tanto su reino como su enorme fortuna al Estado romano[44]. Los motivos detrás de la concesión, que implicaba la pérdida total de la independencia de Pérgamo, nos son desconocidos. No es ésta, sin embargo, una ocasión inédita para la Antigüedad: a lo largo de la historia romana —especialmente durante el periodo imperial— se registraron otros ejemplos de reyes que, muertos sin sucesión, designaron testamentariamente a Roma como heredera de todos sus bienes; entre ellos, Nicomedes IV de Bitinia[45], Prasutago, rey de los icenos[46] y Herodes Agripa II[47]. Como solía ocurrir en estos casos, una delegación fue enviada a Roma para anunciar el óbito del rey atálida y las disposiciones de su testamento. Tan pronto como llegó la noticia, Tiberio volvió a congregar al pueblo y propuso ante él otra ley, según la cual todos los bienes de Atalo debían ser primero divididos y luego repartidos entre los nuevos propietarios, a fin de cubrir los gastos de los útiles de labranza y otros relacionados con el cultivo de los predios. En lo tocante a las ciudades que regentaba el monarca, sería el pueblo romano quien juzgase lo que debía hacerse con ellas.
La propuesta suscitó un profundo malestar en el Senado, avivando aún más la mutua antipatía que se profesaban Curia y tribuno. De entre las muchas acusaciones que se lanzaron en contra de éste[48], la más grave, sin lugar a duda, fue la proferida por Quinto Pompeyo, vecino del propio Tiberio, que afirmó haber presenciado cómo el jefe de la delegación de Pérgamo le hacía entrega de una diadema y de una túnica púrpura[49], prendas asociadas con la realeza. Más allá del grado de veracidad que pudieran tener las imputaciones, lo cierto es que a juicio de los senadores la actitud de Tiberio había transgredido el más atávico tabú de la República romana: la adfectatio regni, que implicaba alta traición contra el Estado, su idiosincrasia y sus bases. El recuerdo de la tiranía de Lucio Tarquinio[50], último rey de Roma, y del ejército que éste trajo hasta sus puertas todavía resonaba en el alma romana. Tras la expulsión de los reyes, se aseguraron de configurar un sistema que impidiera a toda costa la concentración del poder en manos de un solo hombre, y cuando por cuestiones excepcionales se hacía necesario un mando único y expedito bajo la figura del dictador, su actuación quedaba restringida a unos pocos meses. Por temor a que pudiera retornar la corona, no dudaba la República en aplicar la pena capital a todo aquel que mostrase afinidad con las formas monárquicas: ni siquiera varones consulares y de probados méritos, como lo eran Viscelino[51] o Manlio Capitolino[52], pudieron eludir semejante condena. Les inspiraba en este sentido el ejemplo que había dado Lucio Junio Bruto, el primer cónsul de Roma, quien, según la tradición, ordenó el ajusticiamiento de sus propios hijos por presuntos tratos con la realeza[53]; tan funesto había sido el recuerdo de los reyes. Después de formular su acusación, la peor que se podía hacer contra un romano, le advirtió Pompeyo a Graco que, al término del año, cuando ya tuviese que abandonar el tribunado y retornar a la condición de privatus, él mismo se encargaría de llevarlo ante los tribunales tanto por la destitución de Octavio como por las disensiones que ahora estaba sembrando en Italia[54].
La amenaza no pasó inadvertida para Tiberio. Consciente de la magnitud de las acusaciones que se le hacían y viendo próximo el fin de su tribunado, sólo pudo concebir una alternativa para ponerse a salvo del inminente peligro: presentar de nuevo su candidatura a las elecciones para tribuno de la plebe. Con el propósito de promover su nombramiento, Tiberio presentó un conjunto de leyes cuyo fin último no era otro que reducir las facultades del Senado y transferir de forma paulatina un poder mayor al pueblo romano: disminuir la duración de las campañas militares, conceder al pueblo el derecho de apelar las decisiones de los jueces e incorporar en los tribunales senatoriales a un número igual de equites[55].
Llegado el día de las elecciones, se levantaron algunas voces en contra de la candidatura de Graco alegando que no era lícito que un hombre ocupase el mismo cargo durante dos años consecutivos. El tribuno designado para presidir aquellos comitia, un tal Rubrio[56], se mostró dudoso sobre esta cuestión: la lex Genucia[57] establecía, entre otras disposiciones, que la reelección en una magistratura no era posible hasta haber transcurrido el plazo de diez años, pero se trataba de legislación antigua y, por tanto, frecuentemente desoída. Mumio, quien había remplazado a Marco Octavio en el tribunado, le instó a cederle a él mismo la dirección de la asamblea para ahorrarse complicaciones y Rubrio así lo consintió. Pero los demás tribunos se rebelaron sosteniendo que Rubrio no podía entregar su puesto a voluntad, y que era necesario un nuevo sorteo para asignar la presidencia si es que deseaba abandonarla. De ahí se derivó una gran discusión y Tiberio, blanco principal de los dicterios, planteó que la votación se aplazase al día siguiente[58]. La situación se había vuelto insostenible y muchos de los amigos de Tiberio, temiendo que algo grave pudiera ocurrir, montaron guardia a la puerta de su casa[59].
Al amanecer, los seguidores de Graco, ya fuera por iniciativa propia, ya por órdenes suyas, subieron y ocuparon el monte Capitolio, lugar donde habrían de celebrarse las elecciones. Como decíamos, aquellos fueron momentos de extrema tensión, y sin haber siquiera terminado con las votaciones, el caos se desató en el monte. Podemos imaginar la escena: la gran afluencia de personas, las ansiosas carreras hacia las urnas, la actitud defensiva de muchos, la angustia invadiendo a todos, expectativas de sucesos, rumores de un ataque inminente… Todo este ambiente llevó a que los seguidores de Tiberio, presos de la confusión general, se atrevieran a romper las picas que portaban los viatores[60] y, blandiendo sus fragmentos a modo de armas, se replegaran en el Capitolio. Graco, convencido por los rumores de que se encontraba en serio peligro y sin poder gritar a causa del tumulto, alzó una mano hacia la cabeza como señal de auxilio[61]. Sus adversarios, al contemplarlo, pensaron que con aquel movimiento estaba reclamando para sí una corona y rápidamente fueron a dar parte al Senado, que en aquella ocasión se encontraba reunido en el templo de Fides[62].
El Senado quedó consternado por la noticia y Nasica exigió al cónsul Escévola[63] que pusiera fin de una vez por todas a la amenaza que representaba aquel evidente “tirano”. Escévola, con calma, respondió que no recurriría a la fuerza ni consentiría la ejecución de un ciudadano sin juicio previo, pero que cualquier decisión tomada por el pueblo en la ilícita votación, ya fuera por persuasión o por coacción de Tiberio, no la daría por válida. Nasica, ofendido por esta respuesta, se volvió entonces al resto de senadores declarando que, dado que el cónsul se había revelado como un traidor, todo aquel que deseara salvar a la República debía seguirle hasta el Capitolio. Al tiempo que pronunciaba esta arenga se cubrió la cabeza con el borde de la toga, gesto solemne reservado a la dignidad sacerdotal mediante el cual pretendía inflamar el ánimo de los que se encontrase por el camino e incitarlos a sumarse a la empresa[64].
Los partidarios de Tiberio, al contemplar la enorme multitud que se aproximaba hacia ellos, huyeron en desbandada; las intenciones del Senado eran claras y la reconciliación entre ambas facciones imposible. Portaban algunos de los atacantes mazas y palos traídos desde sus casas, pero los propios senadores, ya en el lugar, arrancaron las patas de las sillas dispuestas para la asamblea y las emplearon como armas improvisadas contra los presentes. Tiberio y un gran número de sus seguidores perecieron bajo los golpes y sus cuerpos, privados de sepelio, fueron arrojados durante la noche a las aguas del río Tíber[65]. Todas las fuentes coinciden en afirmar que esta fue la primera disensión pública desde los tiempos de la monarquía, que se dirimió con derramamiento de sangre[66].
Inmediatamente después de estos sucesos, se tomaron violentas represalias contra el resto de seguidores de Tiberio dirigidas por los cónsules en funciones, Rupilio y Lenas; algunos fueron desterrados sin juicio, otros apresados y otros incluso asesinados[67]. No faltaron ejemplos de crueldad: un tal Gayo Vilio fue encerrado dentro un saco con serpientes vivas. Diófanes también sucumbió durante la persecución, no así Blosio de Cumas, que logró salvarse y huir a Asia. Allí entabló conversaciones con Aristónico, hijo natural del rey Eumenes II de Pérgamo, que no aceptaba el testamento de su hermanastro ni la intervención de Roma en su reino. Aristónico aspiraba a convertirse en rey y contaba con un amplio número de seguidores, entre los que pronto se encontraría también Blosio. El atálida llevaba tiempo contemplando la creación de una suerte de estado ideal al que llamaría Heliópolis —la Ciudad del Sol—, donde no existirían esclavos ni amos y todos los ciudadanos gozarían de igual consideración[68]. Según parece, la contribución de Blosio fue esencial para asentar las bases del proyecto, el cual, sin embargo, no pudo terminar de concretarse, pues la revuelta de Aristónico fue rápidamente sofocada por el ejército romano[69] y Blosio, temiendo caer de nuevo en sus manos, acabó quitándose la vida[70].
Una vez terminado el periodo de represalias, las reacciones ante la muerte de Tiberio no tardaron en aflorar y Roma se encontró pronto a caballo entre dos corrientes de opinión: unos se lamentaban por su trágico final, considerando que había sido víctima de la ambición y la intransigencia de los senadores; otros, en cambio, sostenían que Graco había recibido el castigo oportuno por fomentar discordias entre el pueblo y promover medidas deliberadamente hostiles al Senado, no por compasión hacia la plebe, sino por odio visceral hacia los poderosos. En cualquier caso, el Senado había caído ahora en la ignominia general, y en un intento de ganar de nuevo el favor del pueblo optó por no oponerse al reparto de tierras, sugiriéndole además que eligiera al hombre que debía sustituir a Tiberio en la comisión: salió elegido Publio Craso, el suegro de Gayo Graco[71]. Condenaron también a los cónsules que habían llevado a cabo la persecución de los seguidores de Tiberio[72] y, asimismo, como temían que el pueblo quisiera tomar venganza contra Escipión Nasica, decidieron enviarlo a un lugar lejano, a Pérgamo, alegando como pretexto una visita diplomática; allí, en el exilio, terminó sus días[73].
Gayo, como hemos dicho, se encontraba ausente en el momento de la muerte de Tiberio e inmerso en la campaña militar de Numancia que dirigía Escipión Emiliano. Era nueve años menor que su hermano y cuando comenzó la vida pública se evidenció rápidamente que su carácter también era otro: si hemos de obedecer el testimonio de las fuentes, Gayo no era un hombre templado ni apocado, sino de ánimo encendido y enérgico. Si Tiberio había sido un buen orador, Gayo era brillante. Si aquél lograba complacer a sus oyentes, éste conseguía atraérselos. Su estilo de oratoria era florido y efectista, sus palabras siempre persuasivas y sus gestos colmados de pasión y teatralidad[74]. Ahora que su hermano había muerto, pensaba que las tareas que debía cumplir eran muchas e imperiosas, y en los asuntos del foro rara vez conocía la tranquilidad.
Tras este breve paréntesis, los triunviros agrarios reanudaron las tareas de redistribución de tierras con aparente libertad[75]; a fin de cuentas, el Senado no tenía ningún motivo para oponerse a una comisión legítima. Apenas habían retomado sus labores, cuando comenzaron a aflorar en Roma los primeros inconvenientes que esta costosa empresa traería consigo. Pues pronto se descubrió que muchos de los antiguos propietarios no se habían preocupado de llevar un registro regular sobre las extensiones de sus parcelas, lo que dificultaba enormemente la distinción entre los límites de una propiedad y los de otra.
Con el fin de paliar aquel desorden, se optó por promulgar un edicto que confería a cualquier particular el derecho de denunciar ante los triunviros las presuntas irregularidades que pudieran haberse cometido en la concesión de terrenos[76]. Pero aquella medida, lejos de aliviar la situación, desató una vorágine de acusaciones que terminaron por poner en evidencia la gran imprecisión con la que se habían demarcado las tierras públicas originalmente, pues tratándose a la sazón de territorio recién conquistado, su trazado se había efectuado de manera apresurada y sin cuidado. El centro de aquellas disputas recayó en los terrenos adyacentes al ager publicus, los cuales habían sido previamente vendidos o asignados entre los aliados itálicos. Dichas propiedades fueron objeto de una investigación por parte de la comisión agraria para calcular las verdaderas dimensiones de las parcelas públicas y comprobar cómo habían sido éstas repartidas. Ahora bien, no todos los propietarios contaban con los títulos de venta o de asignación del lote, y los documentos que se presentaban solían ofrecer muy escasa fiabilidad. Por otra parte, las nuevas mediciones de tierras no hicieron más que agravar el problema, puesto que algunos propietarios se vieron obligados a intercambiar terrenos cultivados por parcelas baldías o improductivas.
Se intentó mitigar la cuestión mediante la ampliación del acuerdo ya promulgado, permitiendo ahora a los campesinos el cultivo de tierras no asignadas. Este arreglo trajo todavía más inconvenientes, pues fueron muchos los que aprovecharon la autorización para extender sus cultivos hacia los terrenos vecinos, desdibujando así las fronteras entre la tierra pública y la privada. No tardó en manifestarse el descontento por parte de los aliados itálicos, principales damnificados de aquellos juicios, y cuya relación con los romanos atravesaba un periodo de creciente tensión[77]. Temiendo éstos la inminente confiscación de sus propiedades, acudieron en masa al que consideraban su único valedor entre los prohombres de Roma: Escipión Emiliano. El general se había servido de los aliados itálicos durante la guerra de Numancia[78], y no pensaba desatender sus ruegos ahora en la paz. Se dirigió entonces a la casa del Senado y allí ofreció un discurso en el que, si bien no se pronunciaba abiertamente en contra de la ley agraria, dejaba implícita la inviabilidad de aquel proyecto. Escipión reclamó que las posesiones de los aliados itálicos se mantuvieran al margen del reparto[79] y, dado que los triunviros eran vistos con cierto recelo por los litigantes, propuso que los juicios relacionados con la cuestión de tierras fueran presididos no por ellos, sino por otra clase de jueces. El Senado accedió y se nombró para la cuestión al cónsul Sempronio Tuditano[80], que poco duró en su cargo, pues en cuanto advirtió las complicaciones de este tipo de negocios, partió a la guerra contra los ilirios[81] y los triunviros, como ya nadie acudía a ellos para dirimir litigio alguno, quedaron desocupados.
Con todo, esta disposición logró aplacar en gran medida las quejas de los aliados itálicos; no así las de los campesinos romanos, quienes se sintieron profundamente molestos por la condescendencia de Escipión hacia los socii. Los partidarios de los Gracos, al ver que se les imponía además un juez ajeno y consular, comenzaron a propagar el rumor de que el verdadero propósito del Numantino era abolir la ley agraria, añadiendo como dardo final que para conseguirlo el general no vacilaría en desenvainar la espada contra todos ellos.
Para mayor infortunio de la comisión agraria, dos de sus miembros, Claudio y Craso, fallecieron a escasos meses de distancia[82]. Fueron sustituidos rápidamente por Fulvio Flaco y Papirio Carbón, varones de reconocida lealtad a la empresa gracana. Este último, Carbón, había ejercido como tribuno de la plebe en el año 131 a. C. e intentó sacar adelante, hasta donde sabemos, dos rogationes en favor de los intereses de su partido: una lex tabellaria que garantizara el voto secreto, y —lo que resulta más relevante para nuestro trabajo— otra ley que permitiera la reelección indefinida de los tribunos de la plebe. Con la primera de ellas eliminaba el riesgo de coerción o extorsión en las votaciones; con la segunda, resolvía el problema que había acosado a Tiberio durante su tribunado, a la vez que allanaba el camino para la implementación segura de proyectos a largo plazo como la lex agraria, pues ya no existirían motivos para temer la llegada de otro magistrado que pudiera deshacer lo establecido por su predecesor. La ley de Graco quedaría así protegida frente a cualquier injerencia de sus opositores.
La lex Papiria tabellaria[83] fue aprobada sin mayores dificultades, pero la cuestión de la reelección de los tribunos generó disensiones. En uno de los debates públicos que siguieron a la propuesta, surge inesperadamente el tema del asesinato de Tiberio a manos del tropel senatorial. Carbón aprovechó el momento para preguntar a Escipión cuál era su opinión al respecto, suponiendo que, al ser pariente político del finado, condenaría de inmediato aquellos hechos; no obstante, el Africano se limitó a insinuar que la muerte de Graco parecía haber sido legítima si, en efecto, el tribuno había osado comprometer la estabilidad de la República[84]. No era la primera vez que Escipión se pronunciaba en términos semejantes: durante el sitio de Numancia, cuando fue informado por mensajeros de los sucesos del Capitolio, se cuenta que respondió con un verso de Homero[85]: “¡Así perezca cualquiera que lleve a cabo acciones semejantes!”[86]. No parece que el recitado suscitara demasiada indignación en su momento: Escipión se encontraba en el campamento, donde las mentes de los soldados, abrumadas por las exigencias de la guerra, difícilmente habrían prestado mayor atención a sus veladas palabras. Ahora, en cambio, estaba en el foro: frente a un pueblo romano con el recuerdo bien vivo del último día de Tiberio.
Los presentes, que también esperaban una respuesta distinta de un general tan querido, clamaron airadamente en contra de su sic semper tyrannis interrumpiendo la intervención de Escipión; incluso se alzaron voces que lo acusaban a su vez de incurrir en tiranía[87]. Agotada su paciencia, el Numantino se dirigió a la multitud con una dureza impropia del carácter que todos le atribuían, refiriéndose a ellos —a quienes en otro tiempo había defendido con ardor[88]— como hijastros de Italia[89]. La relación entre el general y la plebe, que le había permitido alcanzar sus dos consulados aun en contra de la ley[90], quedaba rota para siempre. Las palabras que pronunció en aquella asamblea, no obstante, parecieron ser lo suficientemente convincentes como para disuadir a los votantes, y pese a que el propio Gayo se levantó y defendió la ley, ésta al final no logró ser aprobada[91].
Pero volviendo al presente, los plebeyos romanos estaban indignados con el proceder de Escipión, y la consideración que éste mostraba ahora hacia los aliados itálicos no hizo sino acrecentar el sentimiento de traición. Los seguidores de Graco, como ya hemos expuesto, aprovecharon la ocasión para emprender una campaña de desprestigio contra el general, cuya acrisolada fama comenzaba a tambalearse. Poco durarían estas desavenencias: a la mañana siguiente de su intervención en el Senado, Escipión es hallado muerto en su propia casa. La versión más extendida sostiene que el general se había retirado temprano con el propósito de escribir un discurso para la asamblea, y que al amanecer se le encontró sin vida en sus habitaciones[92].
Dadas las extrañas circunstancias del fallecimiento y el clima de tensión que reinaba en la República, los rumores de asesinato no tardaron en extenderse, señalando al círculo más próximo a Gayo; para muchos no cabía duda de que Escipión había sido víctima de una intriga política. Entre los presuntos responsables que se sugirió entonces figuraban Cornelia, su esposa Sempronia[93], Fulvio[94] y Carbón[95]. Las sospechas terminaron por alcanzar también al propio Gayo, aunque el recelo popular le hostigó menos tiempo posiblemente debido a su juventud y al cariño que le tenían muchos ciudadanos.
Llegados a este punto, conviene señalar que las informaciones que nos llegan sobre la muerte de Escipión son sumamente contradictorias[96], y no está en nuestro ánimo adentrarnos en cuestiones que, aún a día de hoy, resultan tan poco claras. Por lo demás, es innegable que el caso fue despachado con rapidez: no se emprendió ninguna investigación acerca de lo sucedido —algo extraño dado el renombre del fallecido— y el cadáver, cuando fue expuesto públicamente, llevaba la cabeza cubierta con una tela, lo que suscitó todavía más murmuraciones[97]. Las exequias fueron costeadas por los sobrinos de Escipión[98], y su cuerpo, a instancias de Metelo Macedónico —que en otro tiempo había sido enemigo suyo—, fue escoltado por sus propios hijos hasta la pira[99]. Mientras tenía lugar el funeral, en medio de las lamentaciones y los suspiros, Metelo expresó su opinión sin ambages: aquello, según juzgaba, había sido un asesinato minuciosamente orquestado por enemigos del Numantino.
Al margen ya de si la muerte de Escipión Emiliano fue natural o causada —algo que, por otra parte, nunca se podrá determinar—, lo relevante del asunto es que gran parte de la sociedad se adhirió al parecer de Metelo, y las sospechas de crimen continuaron en la conciencia colectiva incluso en época de Cicerón, de lo que no faltan ejemplos: Pompeyo Magno, el ilustre general, empleó este relato de los hechos para arremeter contra un oponente político[100]. Sin embargo, en su tiempo —como señalarán los autores posteriores—, la cuestión cayó rápidamente en el olvido, sepultada por el peso de otros problemas más urgentes que acuciaban a la República; y si acaso Escipión murió de muerte violenta, nadie quiso impulsar juicio alguno ni buscar venganza.
A partir de entonces, Gayo Sempronio Graco comenzó a adquirir cierta fama de insolente entre la aristocracia senatorial. Su primera actuación pública fue la defensa ante los tribunales de un amigo suyo, Vetio, el cual había sido acusado de un cargo que desconocemos[101]. El discurso de Gayo, cargado de pasión y desafío, puso enseguida en alerta a la clase senatorial, que ya había comenzado a percatarse de que ambos hermanos poseían talantes contrarios: él no sería tan paciente como Tiberio a la hora de demandar favores para la plebe. Los graquistas, sin embargo, se alegraron de ver el camino que estaba tomando el joven, imaginando que las políticas de Tiberio podrían tal vez resurgir de la mano de este prometedor sucesor.
En el año 126 a. C., Gayo es designado por sorteo cuestor en Cerdeña bajo las órdenes del cónsul Orestes[102]. Los habitantes de la isla se habían rebelado una vez más contra la dominación romana[103] y el Senado encomendó al cónsul la misión de pacificar el territorio de manera definitiva. Todas las fuentes coinciden en afirmar que la conducta de Gayo durante la campaña fue ejemplar, cumpliendo con todo lo que se esperaba de un buen soldado en aquellos tiempos: valentía en el combate —esa virtus que tanto fascinaba a los romanos—, compasión hacia los vencidos y una estricta obediencia a su general. No obstante, si hemos de atenernos al testimonio completo de los antiguos, la República estaba atravesando por entonces una profunda crisis moral. Tradicionalmente se ha venido atribuyendo esta decadencia al influjo de la asiatica luxuria, introducida en Roma por los soldados que retornaban victoriosos de las operaciones militares en Asia[104]. Con ellos llegaron costumbres ajenas al mos maiorum y a los vetustos valores que habían definido el carácter romano. Como denunciaron el historiador Polibio[105] y el propio Gayo[106], los magistrados partían a sus provincias con bolsas llenas de oro y regresaban inexplicablemente más ricos; prostitutas y esclavillos holgaban en las casas de los próceres embebecidos por lascivas diversiones; pasaban los cargos de uno a otro entre la ociosidad y la molicie, sin reportar nunca más beneficios que pérdidas para el Estado. La situación había llegado a tal extremo que a menudo los padres temían enviar al ejército a sus hijos todavía muchachos por miedo a que fueran deshonrados[107]. En estas circunstancias, Gayo procuró conducirse con una rectitud idéntica a la que había mostrado su padre, destacando por incurrir en todo lo contrario que sus colegas magistrados, de suerte que, al regresar a Roma, esperaba que nadie pudiera dirigirle reproche alguno por su cuestura.
Mientras se desarrollaba la campaña militar llegó el invierno, trayendo consigo numerosos contratiempos para el ejército. La isla de Cerdeña presenta un clima especialmente difícil en esta época del año, y los soldados necesitaban ropa adicional para poder hacer frente a las inclemencias del tiempo. Orestes solicitó las vestimentas a varias ciudades aliadas, pero éstas enviaron una comitiva a Roma implorando que se las liberase de la carga[108]. Preocupado quizá por las reacciones de los socii, el Senado terminó accediendo a la petición e indicó a Orestes que se buscara el sustento para él y para su ejército en otro lugar. El cónsul no contaba ya con más contactos y los soldados se vieron obligados a enfrentar el frío con lo poco que tenían a su disposición. Entonces Gayo decidió tomar cartas en el asunto y recorrió en solitario todas las ciudades, persuadiéndolas de prestarle su ayuda. Es posible que en esta concesión influyera el recuerdo que los habitantes conservaban de su padre, Tiberio Graco, que había servido como procónsul en la provincia. De ser así, como ya hemos visto, ambos hermanos se habrían beneficiado del legado dejado por su progenitor en tierras extranjeras: Tiberio en el caso de Numancia y Gayo en Cerdeña.
La noticia de que Gayo estaba solicitando apoyo para el ejército llegó hasta los oídos del rey númida Micipsa[109], quien, en consideración a él, decidió enviar algo de trigo. Esto no fue bien recibido por el Senado y tan pronto como llegaron los embajadores de Numidia anunciando la disposición del monarca, fueron expulsados con malas formas[110]. Los senadores, temerosos de las acciones que Gayo pudiera emprender a su regreso, decidieron retrasarlo todo lo posible. Así, promulgaron un decreto para efectuar el relevo de los soldados de Cerdeña, que llevaban ya dos años de campaña, pero dispusieron que el cónsul Orestes permaneciera todavía en su puesto confiando en que Gayo, dada su posición como cuestor, no tendría más remedio que quedarse también.
Cuando Gayo se enteró del decreto, partió de inmediato hacia Roma para sorpresa de todos; estaba indignado por el trato que le había dispensado el Senado y demandaba explicaciones de lo ocurrido. Sus enemigos aprovecharon la ocasión para desacreditarlo y el pueblo lo miró asimismo con desconfianza, pues no era habitual que un magistrado en funciones abandonara su cargo sin previa autorización. Finalmente fue obligado a comparecer ante los censores acusado de mala gestión en la provincia. Aunque Graco logró defenderse con éxito de todas las acusaciones, pronto se le imputaron nuevos cargos, a saber: que había instigado una rebelión entre los aliados itálicos y que se hallaba involucrado en la reciente conjuración de Fregelas.
En el año 125 a. C., Fulvio Flaco, entonces cónsul, intentó resolver la disputa entre la comisión agraria y los socii ofreciéndoles la ciudadanía romana a muchos de ellos[111]. Creía que, una vez convertidos en ciudadanos, aceptarían con mayor facilidad el reparto de sus parcelas. A pesar de sus múltiples esfuerzos, esta lex de civitate sociis danda no pudo prosperar. Ahora bien, las promesas de Flaco no fueron olvidadas por los aliados itálicos y en la ciudad de Fregelas comenzó a gestarse un levantamiento contra Roma. El intento de sublevación fue aplastado rápidamente por el pretor Lucio Opimio[112], gracias a la traición de Numitorio Pulo, un nativo de Fregelas que delató los planes de sus conciudadanos a los romanos[113]. Puesto que había sido Flaco quien prometió la ciudadanía a los itálicos sin luego llegar a concedérsela, las culpas por la conjuración recayeron sobre él, aunque los senadores no tardaron en extenderlas también a Graco, a pesar de que éste todavía se encontraba en Cerdeña. Las maniobras de sus detractores fueron en vano y al final Gayo no sólo demostró su inocencia, sino que también consiguió convencer a muchos de que él, como antes su hermano, había sido víctima de las insidias senatoriales[114].
Limpia su reputación, Gayo decide postularse como candidato a las elecciones al tribunado del año 123 a. C. Su fama se había extendido por toda Italia y una multitud inmensa acudió a Roma con el único propósito de respaldarlo en las votaciones. La afluencia fue tan grande que el Campo de Marte resultó insuficiente para albergarlos a todos, y muchos se vieron obligados a emitir su voto desde lo alto de los edificios[115]. Naturalmente, su victoria fue aplastante. Ya como tribuno de la plebe, puso en marcha una serie de reformas en la misma línea política que su hermano mayor[116]. Sus dos primeras medidas estuvieron claramente dirigidas contra Marco Octavio, a quien Tiberio había apartado del tribunado, y contra Popilio Lenas, el cónsul responsable de la persecución y ejecución de los partidarios de aquél[117]. La primera establecía que un magistrado destituido por decisión del pueblo jamás podría volver a ocupar otro cargo público; no obstante, a petición de su madre Cornelia, que le suplicó clemencia para Octavio, la ley fue finalmente derogada. La segunda estipulaba que si un magistrado desterraba a un ciudadano sin juicio, el pueblo podría juzgarlo a él con total libertad.
A continuación, introdujo una lex frumentaria que garantizaba la distribución de trigo entre la plebe a un precio máximo de seis ases y un tercio[118]. Le siguió la lex militaris[119] —fruto, sin duda, de su experiencia en Cerdeña—, que disponía que la vestimenta de los soldados debía ser financiada exclusivamente con fondos públicos, además de exonerar a los menores de 17 años del servicio militar. Luego impulsó una ley sobre los aliados itálicos, otorgándoles el derecho al voto[120]. Una lex agraria[121] que reafirmaba las leges Liciniae-Sextiae al fijar en 500 yugadas el máximo de tierras que se podía poseer del ager publicus. Y finalmente una lex iudiciaria, que limitaba drásticamente el poder de los senadores en la administración judicial, añadiendo a los tribunales permanentes, que estaban compuestos por trescientos senadores, otros trescientos varones del ordo ecuestre[122]. Se cuenta que, al presentar esta última ley, Graco hizo un gesto deliberadamente provocador contra los senadores. Hasta entonces era costumbre en Roma que los oradores, en el momento de declamar, lo hicieran mirando al Senado y al comitium; pero él en su discurso se volvió hacia el Foro como si quisiera dirigirse sólo al pueblo[123].
Con aquel simple cambio de postura, Gayo dejaba claro el nuevo rumbo que pretendía imprimir a la política romana, desplazando con su ley el poder que hasta entonces había ostentado la aristocracia hacia los équites. Puso mucho cuidado en atraerse el favor de esta clase social, dueña absoluta del comercio por aquella época[124]. Dado que la mayoría de publicanos pertenecían a dicho orden[125], los équites no sólo dominaban los principales negocios de la Urbs, sino que también controlaban los arrendamientos de tributos en las provincias; contar con su apoyo, por lo tanto, implicaba tener acceso a una considerable fuente de recursos, aunque ello redundaba en detrimento de los provincianos, a quienes se les imponían contribuciones excesivas. En cualquier caso, Gayo defendió su reforma argumentando que estaba saneando los corruptos tribunales, y citó los casos de Aurelio Cota, Manio Aquilio y Salinator, acusados que fueron absueltos de sus cargos tras sobornar a los jueces[126].
Todas estas disposiciones reducían de manera significativa la riqueza y el poder político de la aristocracia senatorial, al tiempo que intentaban solventar el problema existente con el campesinado romano. En este sentido, además de las medidas políticas ya citadas, Gayo propuso la creación de varias colonias y supervisó personalmente la construcción y pavimentación de caminos, así como la instalación de molinos y horrea para almacenar el trigo que había prometido[127]. Sabedor además del impacto que sus leyes tendrían entre los senadores, intentó suavizar la cuestión mediante la lex Sempronia de provinciis[128], la cual otorgaba al Senado la designación anual de las provincias consulares, que debía realizarse antes de que los comicios tuvieran lugar.
Al año siguiente Gayo es elegido nuevamente como tribuno de la plebe, aunque parece ser que su candidatura no se debió tanto a la propia iniciativa como al compromiso con sus partidarios[129]. Durante las elecciones consulares respaldó a Gayo Fannio, quien, gracias a su influencia, se alzó con la victoria. No obstante, una vez en el cargo, Fannio pronto se apartó de Gayo y el tribuno se vio frente a la oposición del Senado sin ningún apoyo sólido. Ante esta situación, Gayo decide asegurarse el favor del pueblo con más leyes, decretando el establecimiento de más colonias en Tarento y Capua, y otorgando a los aliados itálicos los mismos derechos civiles que ostentaban los ciudadanos romanos de pleno derecho.
Las reformas le granjearon gran popularidad entre los estratos marginales de la sociedad romana. Obreros, soldados, équites y socii se agolpaban a su alrededor esperando obtener algún beneficio de sus leyes. Graco, por supuesto, estaba encantado de contar con el apoyo de tan numeroso grupo y se dice que conversaba con todos ellos de muy buen grado, lo que incomodaba a sus detractores[130]. El Senado, alarmado por todas estas medidas —y especialmente por la concesión del derecho al voto de los itálicos—, decidió adoptar una estrategia diferente para desbaratar la influencia de Gayo antes de que se convirtiera en un problema. Así pues, en lugar de enfrentarse a la plebe, optaron por complacer algunas de sus demandas a fin de atraer su simpatía y al mismo tiempo ir socavando la autoridad de Graco. Para ello recurrieron a la figura de Livio Druso[131], un tribuno de gran elocuencia y prestigio. Movido por los celos que sentía hacia Gayo, Druso aceptó aliarse con los senadores y desde ese día se encargó de poner todo tipo de trabas a las reformas de su colega[132]. Cada vez que éste proponía alguna medida próxima a la causa popular, el Senado alababa su disposición y sus buenos sentimientos para con el Estado, pero cuando Gayo aparecía con un proyecto similar, enseguida era rechazado y censurado.
Gracias a la actuación de Druso, la plebe comenzó a recuperar la confianza en el Senado y las relaciones entre ambos se suavizaron progresivamente. Como tribuno, impulsó la creación de doce colonias, a las cuales se destinarían tres mil ciudadanos empobrecidos; suprimió los tributos para los nuevos terratenientes que accedían a sus propiedades y decretó la prohibición de golpear a cualquier latino con varas incluso dentro del ejército[133]. Druso aparecía ahora como un magistrado noble y desinteresado, pues no proponía nada en su propio beneficio, en tanto que Gayo, por el contrario, se había colocado a sí mismo al frente de los asuntos más importantes y no dejaba nada en manos ajenas.
Mientras la popularidad de Gayo menguaba, uno de los otros tribunos de la plebe, Rubrio, propuso el establecimiento de una colonia en Cartago, atraído por la célebre fecundidad de aquel territorio[134]. El asunto se resolvió por sorteo y Gayo y Fulvio[135] fueron elegidos para organizar el asentamiento, destinando con ellos a tres mil colonos[136]. Desembarcaron entonces en las cosas de Libia y procedieron a trazar la ciudad —a la que llamaron Junonia[137]— sobre el antiguo emplazamiento de Cartago. Al parecer, los ritos fundacionales de la colonia estuvieron rodeados de diversos incidentes que los augures interpretaron como señales de malos presagios[138]. Muchos afirmaban que el lugar estaba maldito, recordando las palabras que había pronunciado Escipión tras destruir la ciudad[139]. Los detractores de Graco, por su parte, difundieron relatos aún más extraordinarios y llegaron a afirmar que unos lobos habían sustraído las estacas para delimitar la colonia y las habían esparcido.
Mientras esto ocurría en África, en Roma la situación se tornaba cada vez más tensa. Livio Druso había aprovechado la ausencia de Fulvio para difamarlo públicamente, reavivando las sospechas sobre su implicación en las revueltas de los socii. La conducta extremista que el tribuno había observado hasta ese momento parecía dar pábulo a los rumores en su contra y muchos terminaron creyendo las acusaciones de Druso. Al enterarse de estos hechos y tras resolver cuanto pudo en la colonia, Gayo regresó a Roma para hacer frente a las hostilidades contra su causa. A la larga lista de enemigos que había ido acumulando —entre los que ya figuraban varios prohombres de la Urbs[140]—, se sumaba ahora la figura de Lucio Opimio[141]. Éste le guardaba un profundo rencor al partido de Gayo por su supuesta participación en la conjura de Fregelas, y a esa animosidad política se añadía además cierto resentimiento personal, pues Opimio había perdido las elecciones consulares frente al candidato de Gayo, Fannio. El antiguo pretor fue consolidando poco a poco su lugar dentro de la oposición a Graco, y nadie albergaba la más mínima duda sobre quién sería el próximo cónsul.
Ahora bien, Gayo no permaneció ocioso: consciente de la importancia de fortalecer sus apoyos de cara a las futuras elecciones, intensificó sus esfuerzos con el propósito de atraer a un mayor número de votantes. Así pues, al volver de Cartago, lo primero que hizo fue dejar su residencia en el monte Palatino y mudarse a una vivienda más modesta en las inmediaciones del foro, donde residían gentes humildes[142]. Impulsó entonces el resto de sus reformas, muchas de las cuales conocemos de manera fragmentaria o indirecta[143], procurando siempre mantener a sus principales aliados cerca de él.
Al Senado, como ya se ha mencionado, le inquietaba especialmente la cuestión de los itálicos. La concesión de la ciudadanía romana había sido durante mucho tiempo una herramienta fundamental para asegurar la lealtad y estabilidad de los territorios dominados; al dispensarla de forma indiscriminada, se corría el riesgo de desvirtuar su verdadero valor y, a la larga, la ciudadanía dejaría de ser considerada un privilegio. Consciente de esta amenaza y decidido a deshacerse de las inoportunas alianzas que mantenía Gayo con los socii, el Senado persuadió al cónsul Fannio para que decretara la expulsión de Roma de todo aquel que no fuera ciudadano[144]. Gayo, indignado, respondió lanzando un decreto propio en el que instaba a los aliados itálicos a permanecer en la ciudad y les prometía su respaldo. La oportunidad para demostrar aquellas palabras, sin embargo, no tardó en presentarse: uno de sus amigos itálicos fue arrastrado por los servidores del cónsul y Gayo, que pasó a su lado, se vio incapaz de intervenir, ya sea porque en el fondo era consciente de su débil posición, ya porque temía ofrecer a sus enemigos la ocasión de un enfrentamiento justificado. Independientemente de cuáles fueran las razones, lo cierto es que aquel desaire decepcionó a gran parte de sus partidarios, y la honradez de Gayo fue puesta en duda.
Finalmente se celebraron las elecciones al tribunado y Gayo no consiguió ser reelegido. En este punto las fuentes difieren según sus propios intereses: unos afirman que fue derrotado de forma legítima, pues Druso había logrado socavar casi toda su popularidad y la mala gestión del asunto de los itálicos seguía pesando sobre sus electores; otros, por el contrario, aseguraban que las votaciones habían sido amañadas por sus celosos enemigos, quienes le estaban negando al ‘campeón del pueblo’ su tercer tribunado[145]. Tal como se esperaba, Lucio Opimio fue elegido cónsul junto a Fabio Máximo Alobrógico[146]. Investido ahora con la magistratura suprema, se proponía derogar todas las disposiciones graquianas contando para ello con el respaldo del tribuno que había sucedido al propio Gayo, un tal Minucio[147]; el nuevo orden político quedaba así en manos de sus más acérrimos adversarios.
En cualquier caso, Gayo no aceptó los resultados y el día en que se iba a proceder a la abolición de la lex Rubria[148] ocupó el Capitolio junto a los suyos. Quinto Antilio, un hombre sobre cuya identidad las fuentes no se ponen de acuerdo[149], se encontraba realizando un sacrificio en el pórtico del edificio donde tenía lugar la reunión. La tensión del momento era insoportable, y ya fuera por una mala mirada o por un comentario desafortunado, Antilio acabó siendo asesinado por los hombres de Gayo, que habían acudido armados ante el temor a un enfrentamiento. Al percatarse de lo que acababa de suceder, el pánico estalla entre los presentes y Gayo junto con sus partidarios se ve obligado a retirarse apresuradamente del monte.
Las noticias no tardaron en llegar a oídos de Opimio, quien convocó al Senado en el templo de Cástor y Pólux para deliberar sobre los acontecimientos. El cadáver de Antilio fue traído y presentado oportunamente ante los senadores para luego ser expuesto en el foro como símbolo de la desvergüenza de Gayo. Este gesto, sin embargo, causó desagrado entre muchos, pues recordaban cómo, tras el asesinato de Tiberio Graco —un magistrado de la República a fin de cuentas—, no se le había mostrado una deferencia semejante a la que ahora se dispensaba a un simple particular, sino que su cuerpo vejado había sido lanzado a las aguas del Tíber. Por esta razón, algunos de los que habían abandonado a Gayo reconsideraron su postura, y regresaron a su lado para oponerse a los senadores.
Al día siguiente Fulvio y Gayo se apresuraron a ocupar el Aventino[150], convencidos de que, al hacerlo, el Senado no tendría más opción que negociar con ellos. Una vez reunidos todos sus partidarios, acordaron enviar al foro al hijo menor de Fulvio, Quinto, con una propuesta de conciliación. El joven se presentó en el templo de Castor y Pólux y transmitió el mensaje de los gracanos. No obstante, los senadores insistieron en que antes de cualquier acuerdo debían comprometerse a deponer las armas, presentarse ante ellos y entregar a los culpables de cualquier delito para su juicio; sólo entonces considerarían sus peticiones.
La respuesta no fue bien recibida en el Aventino y enviaron nuevamente a Quinto con los mismos términos. El Senado, entendiendo que no existía otra manera de resolver la crisis, decretó el primer senatus consultum ultimum[151], invistiendo al cónsul con poderes excepcionales para poner fin al conflicto; como indicaba el propio llamamiento, la estabilidad de la República debía preservarse a cualquier precio. Así, Opimio, amparado por esta nueva autoridad, ordenó el aprisionamiento del hijo de Fulvio y marchó contra el Aventino al frente de una multitud de hombres armados.
Se desató entonces una violenta represión, semejante a la que había ocurrido años atrás en el Capitolio. Cientos de seguidores de Graco fueron abatidos[152]. El propio Fulvio, atrapado junto a su hijo mayor mientras intentaban encontrar refugio, acabó degollado. Gayo, por su parte, escapó de sus perseguidores y huyó hacia el bosque sagrado de la diosa Furina. Finalmente fue alcanzado y asesinado, ya fuera a manos de sus enemigos o, según algunas versiones, por su propio esclavo, a quien habría suplicado que le diera muerte para evitar la captura[153]. Tampoco respetaron su cadáver: como Opimio había puesto precio a las cabezas de Fulvio y Gayo en función del peso, un tal Septimuleyo le cortó la suya, la vació y la rellenó con plomo para aumentar su peso[154]. Los cuerpos fueron arrojados al río Tíber y sus propiedades confiscadas para engrosar el erario[155].
Lo que comenzó como una disputa política derivó muy pronto en un hostigamiento privado: se prohibió a las viudas de los caídos guardar luto y Licinia, la esposa de Gayo, se vio despojada de su dote. Todos los seguidores de Graco sufrieron entonces una implacable persecución por parte del cónsul[156]. El hijo menor de Fulvio, apresado por Opimio, corrió la misma suerte que su padre y su hermano. Unos fueron hechos prisioneros, otros llevados a juicio, mientras que algunos como Herenio Sículo[157] prefirieron la muerte antes que enfrentar el castigo.
En recuerdo de estos acontecimientos, Opimio ordenó la construcción de un templo dedicado a la Concordia, un gesto que le valió numerosas críticas. Su actuar durante todo este periodo fue duramente desaprobado por la población, pues más que actuar en defensa del Estado parecía impulsado por un afán de revancha. Con el paso de los años, el escaso prestigio que conservaba por su consulado se desmoronó por completo: enviado como embajador ante el rey de Numidia, Yugurta, fue acusado a su regreso de haber aceptado sobornos y, ante el escándalo, decidió exiliarse en Dirraquio, donde vivió hasta el fin de sus días siendo despreciado por sus contemporáneos[158].
Liberados del miedo y el rencor, los habitantes de Roma comenzaron a tomar conciencia de lo sucedido y, poco a poco, a compadecerse del destino de los dos hermanos. Su memoria fue rehabilitada e incluso enaltecida. En su honor se erigieron numerosas estatuas en los espacios públicos de la ciudad y se consagraron los lugares donde había perecido cada uno. Su imagen alcanzó la fama de personajes como Coriolano y, al igual que sucedió con él, la percepción sobre su legado generó controversia: para algunos, los Gracos eran los campeones supremos del pueblo romano, impulsores de unas reformas destinadas a salvar a la plebe de su precaria situación; para otros, unos jóvenes con una excelente parentela que habían escogido el camino equivocado, convirtiéndose en sediciosos dispuestos a emplear cualquier medio lícito o ilícito para alcanzar sus objetivos.
3. EL SIGLO DE LAS LUCES
Sorprende que Montesquieu (1689-1755) no aborde siquiera sucintamente las acciones de los hermanos Graco en una obra como sus Consideraciones[159] de 1734 que, ya desde su título, promete hablar sobre las causas de la decadencia de Roma; máxime cuando tantos estudiosos de la Historia señalan este momento como el ‘principio del fin’, al menos del esplendor de la República como modelo político. Mas en ella sí anticipa algunas líneas de lo que luego será la principal crítica anti-graquista articulada en su monumento de El espíritu de las leyes catorce años después. La verdaderamente demoledora —siquiera para Secondat, pero también para su propio impulsor[160]— de entre las reformas de los Graco (que él atribuye a Tiberio, pero que tal vez corresponda más bien a Gayo), fue la sustracción al Senado de su exclusividad en el desempeño del papel de jueces y la atribución de esta prerrogativa a los équites: la clase del dinero y los negocios que Montesquieu pensaba que nunca debió perder su papel de intermediaria entre el pueblo y la nobilitas senatorial. Él expresa en uno de sus párrafos redondos de L’Esprit des lois lo que creyó que representaba esta radical medida: “Cuando los Gracos privaron a los senadores del poder de juzgar, el Senado ya no pudo resistir al pueblo. Así pues, dañaron la libertad de la constitución para favorecer la libertad del ciudadano, pero ésta se perdió con aquélla”[161]. Y remata: Il en résulta des maux infinis… Pero su reflexión en este punto trasciende el mero desequilibrio constitucional y abunda también en desconfianza hacia el emergente ordo equester como impartidor de justicia por sus dudosas prácticas como arrendadores de tributos —los denostados publicanos—, aunque tal vez también por recelo hacia su entraña comercial en el seno de un pueblo como el romano, que cultivó las frugales virtudes republicanas y que Montesquieu conceptúa como desinteresado de lo mercantil, las técnicas y la navegación. Su compatriota y coetáneo, el historiador Charles Rollin, lamenta con mayor crudeza en su Historia Romana (compuesta más o menos a la vez que El espíritu de las leyes) el pernicioso efecto que para la República tuvo esta medida de Gayo Graco:
Los caballeros, dueños únicos de los juicios, se hicieron temibles frente a los senadores. Pronto los imitaron y superaron incluso la corrupción y la iniquidad de aquéllos a los que habían reemplazado. Como los arrendatarios de las rentas públicas eran reclutados de su orden, el nuevo poder les facilitó un medio de cometer audaces apropiaciones y de saquear la república con entera impunidad. No se contentaron con aceptar regalos por absolver culpables, sino que llegaron a perder a inocentes.[162]
Tampoco Rousseau (1712-1778) se demora en El contrato social (1762) glosando aspecto alguno de tan importantes sucesos, a pesar de todas las páginas que consagra a la historia y al sistema político y social de los romanos, pueblo al que sinceramente admira. Sin embargo, hay en esta obra fundamental una mención a cierto detalle de la peripecia de los Gracos que no debemos pasar por alto. Aparece la frase en el contexto de la impugnación que lanza el ginebrino contra el sistema parlamentario inglés —situándose así en las antípodas del anglófilo Montesquieu, a quien por lo demás respeta— y, en general, contra cualquier tentación de implantar la representatividad política como base de un sistema que preserve la soberanía y la libertad del pueblo. En plena exposición de la metafísica absolutizante de su típico concepto de “voluntad general”, Rousseau apela al ejemplo histórico de los comitia tributa, los concilios de la plebe y de sus tribunos como proto-encarnación de un verdadero poder legislativo:
La idea de los representantes es moderna; nos viene del gobierno feudal, bajo cuyo sistema la especie humana se degrada y el hombre se deshonra. En las antiguas repúblicas, y aun en las monarquías, jamás el pueblo tuvo representantes. Es muy singular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no hubiesen jamás intentado prescindir de un solo plebiscito. Y júzguese, sin embargo, de los obstáculos que a veces ocasionaba la turba, por lo que sucedió en tiempo de los Gracos, en que una parte de los ciudadanos votaba desde los tejados. Donde el derecho y la libertad lo son todo, los inconvenientes no significan nada. En ese pueblo sabio todo estaba en su justa medida. Dejaba hacer a sus lictores lo que los tribunos no hubieran osado llevar a cabo, porque no temía que aquéllos quisieran ser sus representantes.[163]
El barón de la Brède, lector de Tácito, había situado muy bellamente en L’Esprit des lois el origen de su admirado sistema inglés en los bosques de Germania. Pero Jean-Jacques lo entronca con el que tiene por peor de los gobiernos, porque el fiel de la balanza lo constituye para él la detestable representatividad. He ahí el gran punto de desencuentro entre la tradición republicana francesa (o al menos la más utópica y ginebrina) y su paralela estadounidense. Sin embargo, el sueño de la democracia pura que Rousseau podría haber palpado en la cotidianidad de los cantones helvéticos, malamente encaja con la experiencia romana en un momento en el que no se sabía adaptar la constitución descrita por Polibio de una idealizada ciudad-estado al fenómeno sobredimensionado de un imperio como el del siglo II a. C. La propia escena puntual de Gayo Graco, con las gentes de los campos y los municipios itálicos acudiendo en masa a la metrópoli y desbordando los lugares habilitados para ejercer el sufragio en un momento acuciante para sus intereses, revela a contrario la realidad del día a día comicial: con escasa asistencia a las convocatorias por lo general, livianos controles de identificación y quórum, sobornos, espectáculos gratuitos y dádivas interesadas como práctica aceptada y aceptable. Y es curioso que el rousseaunianismo francés llevado a su radicalidad política por Robespierre desembocara, como su modelo romano, en un trono imperial que pusiera orden en la entropía que generaba su propio caos. No es que Rousseau, devorador de libros, ignorase o no fuera consciente de las dificultades estructurales que estaban llevando a un callejón sin salida a la República romana tardía. Al contrario, en El contrato social deja constancia de estar informado por las fuentes y la historiografía de las disfunciones que se presentaron a la hora de lidiar con las imprevisibles asambleas, la compra de sufragios, los sobornos y corruptelas, las intimidaciones, la adopción del voto secreto, etc.; pero su ejercicio de voluntarismo es constante a la hora de presentar como acicate de venideras democracias el empeño de los romanos en dar la voz al pueblo sin que nadie suplantara su soberanía hasta que las usurpaciones lo hicieron imposible precipitándose al fin Roma en las monarquías de facto de Sila, César o Augusto.
La Revolución norteamericana, igual de dependiente que el primer republicanismo francés de los modelos ideales clásicos, revela, sin embargo, su vocación moderada y representativa, por ejemplo, en el abordaje que hizo el presidente John Adams (1735-1826) del episodio de los Gracos en su Defensa de las constituciones de gobierno de los Estados Unidos de América, elaborada en Londres en 1787 para refutar a Turgot. Su exposición en forma epistolar de las vicisitudes de la República romana —guiado por la obra del historiador y filósofo escocés Adam Ferguson, como él mismo declara— acierta en buena medida al desgranar las causas de largo alcance que prepararon las acciones de los nietos del Africano y toda la agitación que las rodeó. Considera así que las brillantes conquistas en el exterior se correspondieron en el seno de la sociedad romana con corrupción, choque de intereses egoístas y un malestar cuya nueva dialéctica de clases evocaba los tiempos ya pretéritos del enfrentamiento entre patricios y plebeyos; todo además sobre un peligroso fondo de infatuación creciente de los nobles y de unas masas cada vez más expuestas al envilecimiento, los tumultos políticos y las promesas de cabecillas de facción. Pero su enfoque intenta ser realista, más allá de que coincida con las concepciones típicas de un estadista liberal de primera hora: en los estados prósperos que han adquirido además un tamaño importante, es un hecho que ha de haber una élite acaudalada cuyo estatus y superior educación le reservan casi de forma necesaria las posiciones de preeminencia y buen gobierno, en tanto que a los pobres les compete dedicarse al igualmente necesario trabajo[164]. Tiberio Graco debió detenerse y renunciar a su propósito de obtener del pueblo la reactivación de las leyes de reparto del ager publicus en cuanto vio que el veto de su colega se interponía como inamovible. Por lo demás, su proyecto era, según nuestro autor, inviable y la pertinacia del Senado en su rechazo, lógica: comprometía la propiedad privada y los intereses de un gran número de principales que habían consolidado su dominio con el paso de los años o lo habían heredado de sus antepasados; y situaba sobre esos fundos a gentes sin cualificación. Salvando las distancias de mentalidad y época, el de John Adams es un razonamiento parecido al del citado erudito francés Charles Rollin, cuando en su Historia Romana sostiene que la posesión dilatada de las fincas había cubierto las injusticias originales que sin duda pudieron darse, pues con razón a la prescripción se la llama “patrona del género humano”. Y erraba Tiberio si creía que los ricos iban a dejarse despojar tranquilamente de sus haciendas, de forma que lo que estaba haciendo en realidad era armar a unos romanos contra otros. Para apoyarse, Rollin recurre al gran tratado ético de Cicerón De officiis, del que reproduce en una nota estas palabras del Arpinate con las que parece identificarse: “Los que intentan reformas agrarias para echar a los poseedores de sus haciendas… éstos minan los fundamentos de la República: primero la concordia, que no puede darse cuando a unos les quitan el dinero y a otros se lo condonan; luego la justicia, que es del todo suprimida si se impide que cada uno tenga lo suyo. Esto es, pues, lo propio de un estado y una ciudad: que cada cual sea libre de conservar lo suyo sin peligro alguno… ¿Qué justicia hay en que un campo poseído muchos años antes e incluso siglos, lo tenga quien nada tuvo y lo pierda el que lo tenía?”[165] Con todo, Rollin no deja de lamentar la veleidad de la plebe y los méritos desperdiciados hasta su mismo final de estos hermanos singulares, ni tampoco de censurar la disposición moral y las crueldades de un colegio senatorial desmerecedor de su antiguo prestigio, concluyendo la reflexión con un “Los Gracos defendieron una mala causa por las vías por las que el Senado debería haber defendido la buena”. Y para terminar también con John Adams, cumple decir que él ve especialmente reprobable la transgresión constitucional y el desprecio del imperio de las leyes por parte de un partido exaltado al que no frena ni la santidad del tribunado de la plebe, sino que se aboca a una pendiente de violencias, personalismos y tensiones contrapuestas cuyo relevo pasa por Gracos, Marios, Silas y Césares hasta la definitiva catastrophe, que desde el principio achaca a “imperfections in their balance” (en cursiva esta palabra).
Hemos visto que, en lo referente a la República, John Adams no escogió mal mentor (para otros ámbitos de la historia universal, el presidente declara también sus distintas influencias). La flamante Historia del progreso y la terminación de la República romana (1783), de Adam Ferguson (1723-1816), gozó enseguida de popularidad y de ediciones sucesivas en diversas lenguas. Además, ya intuimos de todo lo dicho que su autor sostuvo pareceres políticos, sociales y morales que se pueden considerar afines a muchos postulados de los “Padres fundadores” de la nación estadounidense. Y como parece lógico desde el propio título del libro, el filósofo escocés dedica un considerable número de páginas a tratar de dilucidar los hechos, las razones y el contexto de las iniciativas de los Gracos y sus partidarios. A lo que ya sabemos por la pluma de John Adams, se une esta impresión general de Ferguson: “Ambos, Senado y pueblo, habían sido empujados a actos de violencia que ofendían las leyes y la constitución de su país”. Y para ambos tiene reproches: la facción popular se dejó llevar por la impaciencia; en lugar de probar suerte en una nueva elección, eligió un camino que claramente abocaba a una usurpación final de carácter demagógico. Y el Senado tampoco confió en los propios medios legales de reaccionar: su determinación violenta de salvar in extremis la República, dejó un estado con plomo en las alas. Su intento de recoger algunas velas manteniendo la comisión agraria con Fulvio Flaco y Papirio Carbón o facilitando un exilio encubierto para Escipión Nasica anunciaba negros nubarrones. Los comisionistas alborotaron el avispero de los conflictos de propiedad del ager publicus, dando y quitando sin lograr contentar a nadie. Después Gayo prosiguió en la labor de zapa de todas las prerrogativas de los aristócratas para reforzar el poder de las asambleas populares, y se lanzó a la vez a una carrera de obras útiles que quedaron en la nación. Su oratoria incluía la adulación, las bufonadas y la sátira, y su medida estrella contra el senado consistió en reclutar los jueces del orden ecuestre exclusivamente, lo que incrementó la corrupción de las costumbres y el desorden general, reaccionando el Senado con el órdago del tribuno Livio Druso. De ahí a la ocupación del Aventino por la facción popular y al senatus consultum ultimum, ya fue todo una cadena de despropósitos. Ferguson justifica la represión sangrienta del Senado y los magistrados ordinarios como la única forma de hacer frente a la insoportable violencia a la que se había entregado finalmente el partido de la plebe. De hecho, se pudo luego reconducir la situación, recobrar la autoridad, la supervisión y las atribuciones senatoriales, restituir lo arrebatado a los nobles y restaurar el orden público. Hasta en los tribunales de justicia, asignados a los caballeros, parecía poderse aspirar al deseable balance entre clases y rangos de ciudadanos, y la persecución de los restos del partido de los Gracos pudo más o menos cohonestarse con el mantenimiento de sus reformas. Y el lector entenderá por qué ponemos fin al comentario sobre Adam Ferguson con esta frase suya: “About this time appeared in the assemblies of the People the celebrated Caius Marius…”
En la Defensa del presidente John Adams había una nota de cierre conteniendo una misiva enviada por éste en 1782 al Abate Mably (1709-1785), historiador francés muy renombrado entonces, en la que con cortesía y prolijidad le advierte de lo compleja y aventurada que puede resultar su pretensión de abordar la historia completa de la flamante Revolución Americana. Gabriel Bonnot de Mably fue junto con Rousseau uno de los autores que más influyó en el devenir del proceso revolucionario francés, sobre todo entre el sector más radical e ideologizado, plenamente imbuido también de modelos grecolatinos. Debieron de convencerle las razones detalladas por Adams en su carta, porque modificó su intento convirtiéndolo al final en unas observaciones (tal y como le dejaba caer el propio Adams) semejantes a las que había dedicado a griegos y romanos en los inicios de su trayectoria como politólogo. En cualquier caso, Observations sur le gouvernement et les lois des États-Unis d’Amerique (1784), dirigida a John Adams, fue su última obra y su fallecimiento al año siguiente habría impedido llevar adelante cualquier gran proyecto ‘americano’ si lo hubiera abordado. Es curioso que en el ensayo finalmente publicado aparece una funesta predicción con mención incidental de nuestros protagonistas los Gracos, pues el peso de los moldes clásicos siguió haciéndose evidente hasta el final en el pensamiento político del abate Mably. La alusión no deja bien a los hermanos:
La República romana se perdió desde que las leyes y las costumbres entraron en contradicción. Apenas os hará falta un Graco, es decir, un ambicioso hábil o un orador apasionado para alzar a unos ciudadanos contra otros y arrojarlos a una anarquía de la que no se suele salir si no es para experimentar los rigores del despotismo. Tal es, señor, la catástrofe que temo. ¿No haréis leyes en vano si no están apoyadas por buenas costumbres?[166]
Es chocante que este paladín de la virtud republicana, martillo de lujos y vicios civiles y defensor de un severo control de la apropiación privada del terreno rústico, nunca se sintiese solidario y ni siquiera concernido por la lucha de Tiberio y Gayo Sempronio Graco. Su primera obra de éxito tras dejar la vida pública y consagrarse al estudio fue Parallèle des Romains et des François par rapport au gouvernement (1740), y en ella ya arranca su tratamiento del episodio gracano con esta descalificadora afirmación:
La ambición podía mostrarse con mayor decencia excitando los conflictos populares. Había en la República [romana] un cierto genio que era obra de las primeras disensiones y que no sólo podía volver excusable a un tribuno sedicioso, sino hacerle incluso pasar por vengador de la justicia y las leyes. Los Gracos quisieron dominar: estos políticos peligrosos advirtieron la contradicción reinante entre las nuevas costumbres y las antiguas leyes y aprovecharon este vicio del gobierno para someter la República.[167]
Su duro análisis prosigue en Parallèle des Romains…, y la semblanza que va haciendo de Tiberio es la del carrerista ansioso y fingidor que pone sus muchas cualidades (elocuencia, idealismo, compasión astutamente combinados con timidez y moderación), que sabía que seducían al pueblo, al servicio de revanchas personales y de un liderazgo cada vez más temible y reivindicativo que cundía veloz entre la plebe. Gayo, en cambio, sin gozar de esas dotes ni de ese suave sentimiento, sí tenía la pasión de vengar a su hermano y de atravesar los obstáculos, no de levantarlos, como dice Mably: “Se convirtió en el árbitro de la República y todo cambió de rostro. El pueblo dominó, la nobleza se vio sobrepasada, ésta dio muerte al tribuno y retomó su autoridad”. A partir de ahí comenzó un turno de forcejeos entre el poder del pueblo y el del Senado, que no fue en realidad una alternancia de régimen entre aristocracia y democracia, sino entre dos tiranías hasta dar irremisiblemente con el peor despotismo. Todavía tuvo ocasión el abate Mably de ahondar en la pésima opinión que le merecían los Gracos en la obra monográfica sobre historia de Roma que dio a la imprenta once años después: Observations sur les Romains (1751). En su libro segundo y bajo la etiqueta “Affaires des Gracques”, vuelve a aparecer este par de sediciosos e intrigantes que armaron a unos romanos contra otros y a los que hubo que perder y destruir: Tiberio, el mayor de Cornelia, del que nos quieren contar que se conmovió al atravesar los campos abandonados de Italia y quiso salvar a Roma del imperio desintegrador del lujo resucitando las antiguas leyes, cuando sólo le impulsaba la ambición de atraerse al populacho desde su posición de tribuno para despojar a los ricos y adueñarse de la República. ¿O acaso ignoraba que aquéllos antes la verían hundirse que dejarse arrebatar sus riquezas? Era a la voluntad de Tiberio —sostiene tenaz el abate— a la que debían plegarse las leyes: por eso depuso a Octavio. Creyó haber vencido a los ricos y sólo los exasperó. Para cuando el tribunado recayó en su hermano menor, la plebe ya sólo era una turba envilecida, en parte por la desidia y los intereses particulares de los sucesores de Tiberio, en parte por la prevención hostil del Senado. Así que Gayo enfocó su propia ambición hacia la aventura exterior.
Se habría vuelto tan poderoso como Sila y César… si instruido del fin trágico de su hermano, de sus intereses, de la situación de los romanos y de lo que debía temer de parte de los grandes, hubiese comprendido que todo temperamento arruinaría una empresa tan audaz como la suya y que sólo la fuerza podía hacerla triunfar… Y dejó a sus enemigos un recurso contra los golpes que les quería propinar.
Al final, en la pluma de Mably, sólo quedó un Gayo alborotador de la paz pública mientras se veía como protector del pueblo y al que los ricos tenían tomada la medida. Pero ni éstos pudieron luego alzar el pendón definitivo de la victoria, porque el precio lo pagó la estabilidad de la República sintetizado en esta frase del Catilina de Salustio, que el abate apunta a pie de página: “Alii sicuti populi iura defenderent, pars, quo senatus auctoritas maxuma foret, bonum publicum simulantes pro sua quisque potentia certabant”.
Perturbateur du repos public. Tal vez Mably no pudo imaginar otro epitafio para el Graco menor, imbuido como estaba de la lectura de Livio y Tácito y rendido al republicanismo lánguido de este último genio, que tildó a ‘Gracos y Saturninos’ de turbatores plebis[168]. Con su agudeza habitual, Joseph de Maistre (1753-1821), el gran autor reaccionario por derecho, se une en su Étude sur la Souveraineté (1797) a las primeras voces que fustigan la ola de pasión por la libertas grecorromana que desató los más terribles y ciegos impulsos de la Revolución Francesa. Endosa el calificativo de “pedante” que al abate más rendidamente helenófilo dirigió su ‘conmilitón’ Condorcet[169], y lo remata con esta gracia: “Dice Mably en algún sitio: Tito Livio me ha enseñado todo lo que sé de política. Qué duda cabe de que es un gran honor para Tito Livio, pero lo siento por Mably”. También la referencia de Rousseau a los sufragios emitidos desde los tejados en tiempos de los Gracos, recibe de De Maistre su contundente réplica en el contexto de una desautorización general del Contrato social: para él es fácil extasiarse recreando la épica soberanista de votar hasta desde las azoteas, mientras transcurre fuera de foco la prosaica realidad de que abajo en las calles están degollando personas. Su madrugadora crítica del republicanismo clasicista incide, como luego harán Benjamin Constant, Tocqueville y otros, en el caso omiso que se hace de las masas sobre las que en verdad recae el peso y el dolor de sostener la libertad de una élite: las provincias sometidas a la voracidad sin ley de los procónsules, la sorda servidumbre dentro y fuera de los muros de la metrópoli… Los argumentos son tan contundentes que parece mentira que aquellos filósofos sigan vigentes como clásicos del pensamiento social, y hasta el propio De Maistre encuentra en la Revolución misma la ‘reacción’ que sorprende a los lectores y que casi podría eximirle de seguir razonando. Como el fragmento que transcribe de un informe presentado desde la tribuna de oradores y en nombre de los tres Comités del gobierno a la Convención Nacional (sesión de 12 de enero de 1795):
En las repúblicas antiguas el ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos estaba circunscrito a un territorio muy reducido o a los muros de una sola ciudad. Fuera del recinto de los gobiernos se vivía bajo una sujeción insoportable, y dentro de él estaba establecida la más dura esclavitud junto a una libertad tumultuosa. La dignidad de unos pocos hombres fue elevada sobre la degradación de un grandísimo número. En aquellos contornos cuya libertad tanto hemos alabado porque veíamos al pueblo en un pequeño número de habitantes privilegiados, la palabra libertad no se podía pronunciar sin que se estremeciese una turbamulta de esclavos; no se podía pronunciar la palabra igualdad sin oír el ruido de sus cadenas; y la fraternidad jamás fue conocida en los países en que unos pocos libres han tenido constantemente bajo su dominio a una masa de hombres condenados a la servidumbre.
Para De Maistre, valedor en su obra del concepto monárquico y de la aptitud natural y ancestral de los pueblos para la libertad a la luz del estudio de sus orígenes y su historia, el advenimiento de República romana o la institución del tribunado, con toda su importancia, no fueron hitos que abrieran vías nuevas a la eclosión de un pueblo dueño de sí mismo y ni siquiera a dotarse de una constitución, sino que sus derechos y lo más genuino de su perdurable organización social estaban definidos desde tiempo inmemorial (o tal vez providencial) y atravesaron incólumes la época de los Reyes, salvando la excepción tiránica de Tarquino y proyectándose de similar manera en la República y más tarde en el Imperio. La revolución republicana no fue tal, salvo un deficiente intento de recobrar lo que siempre había pertenecido a los romanos y fue puesto en peligro por el tirano, pero que acabó en un caos desastroso porque tampoco se había retomado bien. Para afianzar esto último recurre el saboyano al intenso cuadro de la legislación republicana que el sin igual Tácito bosquejó en los pocos párrafos del capítulo 27 del tercer libro de sus Anales. Al final, nuestro polemista concluye, entre destellos de erudición y raciocinio, que libres y esclavos, provinciales y romanos vivieron harto más tranquilos y felices bajo los emperadores buenos y razonablemente también bajo los malos que en los pretendidamente modélicos tiempos republicanos. ¿Y qué fue por fin de los Gracos? Para cuando aparecieron, dice De Maistre, ni siquiera había ya República…
4. LOS REVOLUCIONARIOS
La Revolución ya había invocado, aunque de manera ambigua, el electrizante nombre de los Gracos: desde el ‘aplebeyado’[170] Mirabeau identificándose hiperbólicamente con el mito en su arenga a los marselleses («Cuando espiró el último Graco —les dice— cogió un puñado de polvo y lo arrojó hacia el cielo, y de este polvo nació Mario; Mario, menos grande por haber derrotado a los cimbros que por haber humillado en Roma la aristocracia de la nobleza»[171]); a un Robespierre que igual de enfáticamente se sacude en el club Jacobino las acusaciones de despotismo y demagogia (abril de 1792) de sus rivales partidarios de la guerra: «Leed el periódico de Brissot, y en él veréis que se me invita a no apostrofar siempre al pueblo en mis discursos. Sí, para no pasar por faccioso o por tribuno, es preciso privarse de pronunciar el nombre del pueblo. Se me compara a los Gracos. Con razón se establece semejante comparación. Lo que habrá de común entre aquellos hombres y yo, será quizá el que yo tenga un fin tan trágico como ellos»[172]. Paralelismo tremendo, a la vista de lo que habría de ocurrir, y al que tanto se presta todavía hoy el hado funesto de nuestra pareja de personajes (la comparación entre los Graco y los hermanos Kennedy ha sido explotada últimamente por varios escritores italianos). Vuelan también, como se ve, cual armas arrojadizas sobre los alegatos cruzados de girondinos y montañeses los títulos romanos de “tribuno”, “triunviro” o “dictador” en un sentido similar a cuando se acusan también de “protector” a lo Cromwell…
Napoleón, sin embargo, no tuvo reparos en denunciar la contradicción en la que creía que había incurrido la Historia respecto del tratamiento otorgado a las figuras de Tiberio y Gayo. En el Memorial de Santa Elena que compilara su confidente Las Cases, aparece un Bonaparte observador y crítico contrastando la siniestra imagen histórica que de ellos se ofrece a la posteridad (…des séditieux, des révolutionnaires, des scélérats…), con esa otra recta, delicada y virtuosa que se escapa de las semblanzas de los hijos de Cornelia ganando a los espíritus magnánimos. Las raíces que descubre el Corso para tan lacerante antinomia bucean en su compromiso por el pueblo frente a un Senado opresor y una nobleza implacable, que temió su ejemplo y talento proyectándose en historiadores parciales que han hecho en cada época pasar la causa popular por despotismo y sus virtudes por crímenes; hasta hoy que podemos pensar y debemos ver por fin a los Gracos bajo una luz favorable. «En esta terrible lucha entre la aristocracia y la democracia que acaba de renovarse en nuestros días —remata desde su ocaso el Emperador—, en esta exasperación de la vieja tierra contra la nueva industria que fermenta en toda Europa, nadie duda de que si la aristocracia triunfara por la fuerza, no mostraría muchos Gracos aquí o allá, ni los trataría tan benignamente como lo han hecho sus antepasados».
Estos juicios napoleónicos hallan también eco en la voluminosa obra que sobre la Revolución francesa publicó en 1845 el socialista utópico Étienne Cabet[173] (1788-1856), promotor luego del pintoresco movimiento de los Icarianos en Norteamérica. También para él los Gracos tienen esa generosidad y grandeza, y su desgracia es comparable en injusticia a la que padecieron Sócrates o Jesucristo, mas a su Historia vienen a rescatar de esa misma calumnia y difamación históricas a otro incorruptible virtuoso por el que Cabet se atreve a comprometer su conciencia: Maximilien de Robespierre.
Peuple opprimé… Sénat oppresseur… Napoleón empleó en Santa Elena, para resumir la pasión de los Gracos, expresiones idénticas a las que había puesto en boca de Gayo el dramaturgo Marie-Joseph Chénier (1764-1811) en la tragedia que dedicó a este romano y estrenó con aparatoso éxito —y con el famoso Talma en el papel de Fulvius— en el Théâtre Français de París el 9 de febrero de 1792. Tal vez tuvo ocasión de asistir en persona a alguna de sus numerosas representaciones en la capital o en provincias, aunque con mayor seguridad la leería. Chénier fue un revolucionario convencido; su Carlos IX había tenido también un resonante debut en 1789 y su impacto acompañó en las almas parisinas los hechos determinantes de aquel año. Cordelero entre jacobinos, destacó en la Comuna y en la Convención Nacional; votó la guillotina para Luis XVI pero también el fin de Robespierre, figurando entre los Quinientos durante el Directorio y en el Tribunado hasta su renovación de 1802 cuando el Primer Cónsul lo apartó junto con Benjamin Constant y otros discretos desafectos. Todavía Napoleón le dispensaría algunas prebendas hasta la muerte del literato nueve años después.
Se sabe que el implacable Robespierre salió indignado del teatro en el momento en que oyó al Graco de Chénier pronunciar su hemistiquio más famoso, que desde entonces campea al frente de cada edición: Des lois, non du sang! Era el “Cedant arma togae” de este montagnard templado, por el que pasó en meses de las aclamaciones y las encomiendas oficiales (el 2 de agosto de 1793 la Convención decretó tres representaciones semanales de Gayo Graco, Brutus de Voltaire y Guillermo Tell de Lemierre para edificación del pueblo), a la práctica prohibición de la tragedia. La decepción le llevó a abandonar su asiento en el Comité de Instrucción Pública. Había empezado el Terror y sus ejecutores gustaban de declamar el Gracchus, pero al revés: «Du sang et non des lois!».
Ése fue el corto recorrido aparente de la primera pieza teatral que abordó el relato de los Gracos. Estudiosos achacan al peso cultural del juicio que sobre ellos manifestó San Agustín (De civitate Dei 3.24), el que sobre este impactante episodio de la historia de Roma no hubiese recaído antes un aprovechamiento favorable en obras del pensamiento o del arte de vocación política[174]. Es sólo con Chénier con quien los anhelos populares de libertad, equidad, igualdad, república, sacrificio o virtud frente al despotismo aristocrático, la avidez, la corrupción y la tiranía surgen de las bocas de Gayo o de Cornelia en el escenario vivo de la Revolución francesa. La obra abunda en sentimientos y patetismo que preparan lo romántico, pero acusa también cierto estilo didáctico y engolado de su siglo, y la forma es estrictamente clásica: pareados alejandrinos de rima consonante; el radical Chénier se muestra conservador en su oficio de poeta. Y una afinidad inesperada en la elección del tema, que afectará profundamente la situación personal de nuestro tragediógrafo. También él, como su protagonista, tuvo un Tiberio: su hermano André, primogénito y tal vez preferido por las musas a juzgar por el mayor aprecio y fama, pero cuya vida y alta vena poética segó la guillotina dos días antes del fin de Robespierre. La importante posición de Marie-Joseph en los medios revolucionarios fue aprovechada por panfletos enemigos para orquestarle una dura campaña en la que no era asociado precisamente con Gayo, sino con Caín: Qu’as-tu fait de ton frère? A ella debemos su lograda Epístola sobre la calumnia con la que se pudo defender.
Otro exaltado que bien pudo contemplar absorto alguna de las funciones del Gayo Graco fue François-Noël Babeuf (1760-1797), el agitador proto-comunista que acabó en la guillotina por su Conspiración de los Iguales. Viera la obra o no, lo cierto es que trocó su anterior sobrenombre (Camille, en honor al dictador romano) por el de Gracchus, llamó igualmente Caïus Gracchus a su hijo pequeño y rebautizó uno de sus libelos como Le Tribun du Peuple. Su identificación con nuestros personajes venía, sin embargo, de lejos, pues su sensibilidad hacia lo social y esa férrea actitud reivindicativa que le hacía recalar periódicamente en prisión estaba vinculada con el reparto igualitario de la tierra. Había tenido ocasión de trabajar desde bien joven en la administración señorial y comprendió entonces —según confesión propia— el calado y la materia de los abusos que pronto trató de impugnar entre revolucionarios proyectos de ley agraria y de radicales reasignaciones de terreno. Creía tanto en su delirio, que imitó desastrosamente la muerte autoinfligida del virtuoso Catón de Útica llegando medio muerto al cadalso (27 de mayo de 1797); y la última carta a su mujer e hijos antes de morir destila autenticidad dentro del desvarío por la enorme fe que tiene en que la grandeza de su causa se habría de proyectar en la posteridad, lo que tampoco anega la ternura y el sentimiento por su familia. Gracchus Babeuf no es que fuera antagonista de Robespierre: al contrario, después de Termidor intentó justificarlo, pues al fin y al cabo perseguían los mismos fines; y acabó por declarar su admiración y homenaje considerando su propio movimiento como el de los “segundos Gracos”, después del liderado por el abogado de Arrás y su lugarteniente Saint Just. El legado programático de Babeuf, reivindicado por Marx, Engels y Lenin, pasó por épocas de olvido hasta que reapareció de forma inopinada a finales del siglo XX, en el contexto de una polémica sobre las masacres revolucionarias de La Vendée. Todavía hoy lucha contra una especie de cancelación avant-la-lettre el nombre mismo de Reynald Sécher, el investigador—pronto respaldado por estudiosos de la talla de Pierre Chaunu o Stephane Courtois— que rescató la diatriba de este segundo Gracchus contra Jean-Baptiste Carrier, destacado artífice de las carnicerías vendeanas cuya cabeza segaría la guillotina el 26 de frimario del año III (16/12/1794). El mayor mérito que para nuestro ‘Tribuno del Pueblo’ ha quedado en los anales de la historia y en la teoría de los derechos humanos tras la gran confrontación dialéctica, ha sido el reconocimiento de su madrugadora clarividencia a la hora de calificar la acción letal lanzada contra la población de esta región francesa como populicidio.
Trece semanas después del ajusticiamiento por el Directorio de Gracchus Babeuf junto a su cómplice de conspiración Augustin Darthé, se desencadena el golpe del 18 de Fructidor y, al hilo de sus consecuencias, un Benjamin Constant (1767-1830) de 30 años presenta su candidatura a diputado. Infructuosamente aún, pero fue el estreno público en la Revolución francesa de este pensador político y afortunado escritor. Sus discursos y amenos tratados gozan todavía de predicamento a la hora de comprender el constitucionalismo moderno y la génesis de los sistemas más consolidados de Occidente; de hecho, se dice que Constant fue el primero en llamarse “liberal”. El legado de Grecia y Roma dejó también honda huella en sus discusiones y ensayos teóricos, cuya lectura se hace agradable por su erudición oportunamente aplicada, así como por su inteligencia y sinceridad. Como los demás intelectuales de la época, el peso de las Vidas paralelas de Plutarco —especialmente en la versión francesa del helenista (y latinista) Dacier, que leyeron todos, aunque algunos con conocimientos más o menos amplios del griego original— se hizo notar en sus desarrollos; y en especial, las de los hermanos Graco gozaron de un tratamiento monográfico en su Curso de política constitucional, desarrollado entre 1818 y 1820 cuando era diputado bajo la Segunda Restauración francesa. En esta obra defiende con sencilla, pero punzante elocuencia su apuesta por un poder constitucional que medie, modere y facilite la interacción dialéctica entre los grandes partidos y sus respectivas demandas y aspiraciones. Para Constant la historia de los conflictos civiles en la República romana fue dilatada y acabó mal precisamente por la falta de un poder moderador, que para su tiempo identifica con la monarquía inglesa y que recomienda, retomando así la anglofilia de Montesquieu y también la representatividad que tanto espantaba a Rousseau. El de Lausana, de todas formas, nunca dejó de admirar el genio del Citoyen del cantón vecino, ni de ponderar las buenas intenciones de los “amigos de la Humanidad”; como tampoco de su obra desaparece del todo cierta onda revolucionaria, a pesar de la contundente diatriba con la que censuró su cerrazón y sus excesos. Pero la distancia de Benjamin, celoso de la esfera privada y sus productivos placeres, respecto de las absorbentes exigencias colectivistas del sistema rousseauniano es constante, y no digamos cuando éstas se manifiestan a través de la sequedad espartana del frugal e irritante Mably. Es la distancia ya irreversible entre la libertad de los antiguos —o más bien la destilada por los jacobinos a partir de sus filósofos de cabecera— y las libertades modernas, que se disfrutan en un mundo ya no condicionado por la guerra de las viejas poleis, sino por el comercio, y en el que el individuo pone límites a las injerencias de lo público y a su participación en el Estado, para gozar también de una existencia plena en el ámbito de su realización personal. Todo esto lo expresó en discursos como el famoso del Ateneo de París (De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes, febrero de 1819) o ensayos como el madrugador De l’esprit de conquête et de l’usurpation dans leur rapports avec la civilisation européenne (1814). Pero volviendo a los Gracos y al Curso, es aquí donde, tomando pie de la recurrente revisión polémica del tema de los hijos de Cornelia, Benjamin Constant aborda una cuestión muy sensible y peligrosa que todavía hoy acucia a las naciones que se precian de serlo: el recurso a letales vías extrajurídicas e inconstitucionales so capa de urgente necesidad y bajo el pretexto de la seguridad del Estado. Para explicitar debidamente su oposición, echa mano de una obra de corte didáctico que halló fortuna en su tiempo y que contó con varias ediciones. Se trata de L’Esprit de l’histoire, ou Lettres d’un père a son fils sur la manière d’étudier l’histoire (1802), publicada al volver del exilio —y tras haber perdido al hijo de 16 años al que iba dirigida— por el monárquico Antoine Ferrand, quien ocupó importantes puestos durante la Segunda Restauración. La posición del conde Ferrand, contenida en la carta XIV (tomo primero), tal vez resulte algo extensa, por cuya traslación nos disculpamos, y seguramente equivocada, como con algún desdén intenta dilucidar Constant; mas tampoco, por el contexto en que surgió, parece cuadrarle lo de “fastidiosa paradoja” que mereció a Lamartine toda la obra[175]:
Los Gracos, ambiciosos o republicanos frenéticos, querían recuperar esta igualdad que los triunfos de Roma destruían todos los días. Querían volver al reparto de tierras, a esta idea quimérica pero cara a todos los facciosos: querían sujetar las graves y sabias deliberaciones del senado a las asambleas tumultuosas y a las vociferaciones del populacho. En una palabra, querían una revolución, eso que nadie tiene derecho a querer; eso que en un estado constituido debe ser sentencia de muerte. La suya fue, pues, pronunciada por la ley, por el bien, por el orden público. No fue ejecutada por medios legales porque ellos mismos habían vuelto esos medios imposibles; porque perturbando la sociedad, se habían puesto en estado de guerra; porque haciendo valer los derechos de la multitud, es decir, el derecho del más fuerte, se habían sometido a esta ley que paraliza todas las demás. Encontrarás algunos escritores que han reprochado al senado la muerte de los Gracos, como han reprochado a Cicerón la muerte de los conjurados de Catilina y a Enrique III la de los Guisas. En las circunstancias en que esos sucesos tuvieron lugar, derivaban del derecho de seguridad que, siendo el de todo individuo, es con mucha más razón el de toda sociedad. Un soberano, un estado cualquiera, comete sin duda una falta cuando se deja reducir a esta necesidad por movimientos que hubiese podido detener; pero cometería una mucho mayor si, aplicando aún los principios de la sociedad a quien la destruye, no ejecuta la condena exigida por la primera de las leyes: salus populi. Se encuentra incluso un ejemplo en la historia de la severa Lacedemonia. Las leyes de Licurgo prohibían hacer perecer a un ciudadano sin una investigación, determinadas formalidades, una sentencia judicial. Agesilao había descubierto una conspiración a cuyos autores había que castigar inmediatamente y de la que, sobre todo, era preciso, por la salvación de la república, dejar para siempre de ignorar los complots. Agesilao en absoluto temió abrogar las leyes de Licurgo y condenar a los culpables sin forma alguna, tras lo cual restableció las leyes. El giro que dio en este asunto prueba que cuando no hay más que un medio de salvar el Estado, la primera de todas las leyes es emplearlo. Examina bien las máximas de Grocio, de Puffendorf, de Vattel mismo, sobre el derecho de la naturaleza y de gentes, y verás que conducen a esta consecuencia. Es posible que en sus primeras tentativas los Gracos no tuviesen visiones personales, pero esas tentativas no eran menos peligrosas: no podían tener éxito sin trastornar el Estado.
A cuantos “de siglo en siglo” se hacen lenguas de estos episodios de liquidación fulminante sin reparar en leyes, constituciones ni proceso judicial alguno, Benjamin Constant les achaca su entusiasmo acrítico a la hora de encomiar crisis cerradas en falso por mor de la salvación del Estado: como si sus lamentables consecuencias no tuvieran que ver con todo ello. Y qué duda cabe que las reacciones históricas aludidas por Ferrand desencadenaron luego grandes males que alcanzaron incluso a las generaciones siguientes. De todas formas, el argumento en sí cojea dialécticamente: el propio Ferrand a quien culpa es a los Gracos por haber allanado el camino a la tiranía. Es un hecho comprobable que a las reacciones inconstitucionales o simplemente desproporcionadas casi nunca les sigue la paz, pero tampoco es justo disimular la responsabilidad original de quien las provoca vulnerando primero la constitución o las reglas por todos aceptadas, algo de lo que también la Historia contemporánea abunda en funestos ejemplos. Más persuasivo parece nuestro tratadista cuando desconfía del argumentario que rodea a estas soluciones políticas, por parecerle arma de doble filo, que lo mismo sirve al honrado que al vil, y fuente de contradicciones que se perpetúan hasta llevar a la decadencia a las sociedades. Cicerón incluso —viene a decir— es capaz de sostener en su obra lo opuesto a la determinación con la que, siendo cónsul, envió a una muerte sin juicio a los catilinarios. Y viene a citar la frase del De legibus (1.42) en la que el propio Marco Tulio tacha de injustísimo el poder legal que confirió L. Valerio Flaco al dictador Sila de matar sin trámites ni consecuencias al ciudadano que quisiera: Nihilo credo magis illa quam interrex noster tulit, ut dictator quem vellet civium nominatim aut indicta causa inpune posset occidere. Y replica entonces Benjamin Constant: “¿Y los cómplices de Catilina no habían sido entregados a la muerte indicta causa?”; concluyendo más adelante: “La ley de Valerio Publícola, que permitía matar sin formalidad ninguna a cualquiera que aspirase a la tiranía, servía alternativamente a los furores aristocráticos y populares, y perdió la República romana”. Una forma muy bella de expresar algo muy claro, aunque hoy tal vez sujeto a demasiadas matizaciones históricas…[176]
5. LA MODERNIDAD
La segunda vez que se entregó un Premio Nobel de literatura (en 1902), no fue para coronar una obra que comúnmente llamaríamos de creación, sino por un tratado de Historia de Roma que, eso sí, marcó un hito en la tradición romanista y ofrece además una experiencia apasionante de lectura: Römische Geschichte, de Theodor Mommsen (1817-1903). Casualmente, fue una conferencia suya sobre los Gracos lo que motivó la propuesta al gran jurista de confeccionar su obra más exitosa. Por lo demás, el episodio de los hermanos es abordado por Mommsen en el libro cuarto, que tituló “Revolución”, y lo primero que impacta es el retrato especialmente sombrío que dedica a la clase dirigente. Una nobleza senatorial egoísta y corrompida tras los resonantes éxitos de las armas romanas y el posterior decaimiento de los estímulos de expansión y conquista que habían impulsado los logros de sus predecesores. Creyéndose naturalmente destinados a los puestos y tareas de gobierno, se dedicaron a dar rienda suelta a sus ambiciones intestinas, a la adulación de los más grandes y a impedir como fuera el acceso a los puestos clave de los advenedizos. Del mismo modo, llevaron al paroxismo las variopintas prácticas de comprar los sufragios populares, usos que llevaban tiempo degradando la ya imperfecta democracia. Al pueblo, por su parte, ya macerado por la eliminación de los impuestos directos, tampoco le infundían especial responsabilidad garantías recién conquistadas como el voto secreto, sino que se dejaba halagar sin recato por las promesas electorales y los cada vez más rutilantes espectáculos gratuitos. Por otro lado, los estratos ínfimos de la sociedad —proletarios y siervos de los latifundios en número creciente— arrastraban una vida calamitosa que Mommsen explícitamente considera mucho más doliente y llena de penalidades que la de los esclavos negros de su tiempo. Y en tan volátil contexto, un Tiberio Graco que va hundiendo los puentes en lo que parece ya una cuestión personal contra la aristocracia enrocada y entre Escévolas, Lelios y Metelos que no terminan de aclarar su posición por no ver tampoco con malos ojos las reformas. La cuestión del ager publicus, enquistada, siendo ya siglos enteros de transmisiones a título hereditario u oneroso; y la organización política, obsoleta, manipulable y a menudo caótica e incapaz de evolucionar desde el gobierno de la ciudad-estado al de un imperio verdaderamente global (“El error capital de la revolución de los Gracos”). A la postre, la indignante descomposición del orden senatorial tampoco atenúa y menos aún absuelve el turbulento derrotero de usurpación, que avisaba demagogia y tiranía, emprendido por un Tiberio que, a juicio del alemán, no atesoraba valía ni logros como para merecer la vitola de mártir con la que le adornan. Gayo, en cambio, asciende en los juicios de Mommsen; tal vez viera prefigurada en él la imagen de su modélico César, aunque rodeada de reservas: “…más leal que Carbón, más hábil que Flaco, y que poseía cuanto se necesita para arrastrar en pos de sí los pueblos y mandar… por el talento, el carácter y el entusiasmo, superaba con mucho la talla del primer Graco… hombre de Estado de primer orden… sin esta pasión y sus extravíos, podríamos contarle también entre los grandes políticos de su siglo… genio ardiente y profundo al mismo tiempo, naturaleza poderosa y tan elevada sobre el nivel común de los hombres”. Supo Gayo apoyarse para su vasto programa no sólo en el proletariado urbano que le proporcionaba las masas, sino sobre todo en los caballeros, ese “Senado comercial”, que puso a competir con el romano y que constituía su mejor ariete con el que hendir el muro aristocrático. Para el académico de Berlín, la “constitución Sempronia” (por el volumen y el carácter estructural de su actividad legislativa) no reconstruyó democráticamente ninguna república, como se cree, sino que con el tribunado reelegible y el dominio sobre la asamblea popular instauró una tiranía: “la monarquía napoleónica absoluta, anti-feudal y anti-teocrática”, dice, que, sin embargo, identifica con el mal menor frente a la nefasta oligarquía. No obstante, es sensible también a la pesadilla que se abrió para las provincias, ahora en manos de la ralea mercante, o a las dificultades económicas por las que atravesó el Tesoro con el reparto de las anonas, política embrutecedora del bajo pueblo que ya nunca abandonó Roma. Los Gracos cayeron, pero “la revolución de éstos—asevera Mommsen— resonaba aún en todos los espíritus, y protegía las creaciones de los tribunos”, luego convenientemente adaptadas a la nueva idiosincrasia y, de una forma u otra, recibidas por el Imperio monárquico.
Tampoco la obra del propio Mommsen dejó de resonar en la siguiente generación de historiadores de la Antigüedad, y su eco se percibe incluso cuando éstos toman muy distintos derroteros. Tal es el caso de los valedores del análisis marxista, que gozaron de un importante protagonismo durante la primera mitad del siglo pasado. Uno de ellos, Arthur Rosenberg (1889-1943), publicó su breve Historia de la República romana (1921) al año siguiente de ingresar en el recién fundado Partido Comunista de Alemania de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo —cuyo cadáver, tras la fallida revolución, tuvo un sino paralelo a los de Tiberio y Gayo—. En España fue Margarita Nelken la que, un lustro después, tradujo la obra directamente del alemán para la Revista de Occidente de Ortega y Gasset. La crítica de Rosenberg a “la intentona revolucionaria de los Gracos” es hosca desde su planteamiento inicial, que rechaza por considerarlo fundado en bases deformadas por la influencia del “socialismo griego”, que cundía entre las élites del siglo II (ya conocemos el ascendiente de Diófanes y Blosio sobre Tiberio) coetáneamente a ciertos levantamientos populares en el orbe romano. A éste se sumaba “otro socialismo muy característico, el del labrador propietario cuyo lema era: ¡Abajo los intereses de las hipotecas! ¡Amortización de las deudas rurales!” La constitución saltó en pedazos de un modo insólito cuando Tiberio sacó ilegalmente a M. Octavio de su sitio de tribuno entre la aprobación irracional de la plebe, y Nasica finalmente la salvó. Prueba de la cordura del sistema fue que la reforma agraria continuó “a pesar de sus defectos de origen”. La perplejidad que podría producir este enfoque en algunos lectores de un historiador revolucionario parece desvanecerse cuando Rosenberg aborda el tribunado de Gayo, al que no perdona su cupido regni, pero, sobre todo, el haberse apoyado en los plutócratas para anular al Senado. A partir de ahí, ya todo son reproches: la corrupción generalizada al tirar los precios de los alimentos básicos, las provincias y los jurados entregados a los capitalistas, el saqueo por las compañías de publicanos de la ubérrima provincia de Asia… Y llega a escribir el berlinés: “Pero los ciudadanos y campesinos, fieles a la constitución, forjaron entonces un arma contra el partido revolucionario”. El senatus consultum ultimum… Mas para Rosenberg en el debe del movimiento graquista quedará el haber asentado en Roma al partido capitalista, con perdurables y nefastas consecuencias económicas y sociales para todo el ámbito mediterráneo.
De mayor prestigio y popularidad ha gozado, incluso entre los universitarios españoles, la Historia de Roma del soviético Serguéi Kovaliov (1886-1870), lo que nos exime de presentarlo. Él estuvo entre los historiadores que ampliaban el foco dejando ver la sustentación de aquellos imperios constituidos principalmente en sociedades esclavistas. Es curioso que Kovaliov, haciendo gala de una exquisita imparcialidad historiográfica, constate como fracasos ciertas medidas intervencionistas de la economía introducidas por los Gracos, que luego se reprodujeron igual de desastrosamente en diversos momentos del Imperio, pero que han sido políticas estrella en los sistemas modernos del Socialismo real con análoga fortuna; como el control de precios o las distribuciones estatales de medios de subsistencia. En cualquier caso, el académico materialista lo que vio en los tribunados de Tiberio y Gayo fue un movimiento que empezó tímido y conservador, mas no pudo evitar ser empujado por las masas hasta constituir una verdadera revolución política con graves conculcaciones del sistema legal, pero que nunca pretendió—ni podía—llevarse por delante la verdadera estructura del sistema: la esclavista, en la que el componente servil constituía la gran población trabajadora del sistema productivo.
Y si encontramos en la esfera universitaria grandes catedráticos de ideología revolucionaria que desautorizan el legado de la revolución de los Graco, no nos extrañe hallar también a estudiosos reaccionarios encareciendo la justicia de estos intentos y elevando las memorias de los hermanos a la categoría de cuasi-mártires. Enrique Gil Robles (1849-1908) es hoy un sabio olvidado que apenas pasa por ser el padre del líder de la CEDA, pero en su tiempo fue un fanal del pensamiento tradicionalista. En Salamanca mantuvo tensas distancias con un Unamuno más joven, llegando a oponerse a su acceso al rectorado. Sin embargo, los testimonios coetáneos inciden en su exquisita cortesía y en el trato atento, tanto como profesor como en su época de diputado portavoz carlista, motivos probables de que ésta fuera corta. Su obra monumental y de mayor nombradía durante un tiempo la elaboró en los años del cambio de siglo, y tiene el elocuente título de Tratado de Derecho Político según los principios de la filosofía y el derecho cristianos. En el capítulo que dedica a “Las leyes agrarias” aborda con jurídica elegancia y cierto detenimiento las regulaciones del ager publicus desde Espurio Casio a Catón el Viejo, pasando por Licinio y Sextio. Las ve equitativas y loables para contrarrestar la avidez de “la aristocracia de la sangre y la aristocracia del dinero coligadas” (que al fin las retardaron o las hicieron fracasar), y sensibles con los necesitados y los pequeños propietarios. A Casio (quien junto con Melio y Manlio son tenidos desde hace tiempo por arquetipos o meras proyecciones de analistas posteriores) le alaba su generosidad, a la par que reprocha la veleidad e intransigencia de la plebe romana por no querer compartir su suerte con los aliados latinos. El relato de los proyectos más antiguos parece hecho sobre el molde gracano, en especial cuando enfatiza el propósito de retirar al Senado sus corruptoras competencias sobre la tierra. Pero es con la ley Sempronia con la que Gil Robles se explaya, “generalmente juzgada con el más estrecho criterio conservador de la adinerada burguesía”. Aparte del alto concepto que le merecen sus protagonistas (“Tiberio… en cuya alma germinaron y crecieron todas las virtudes de que eran susceptibles los que no tuvieron la dicha de recibir las luces y gracias del cristianismo… Cayo… hombre más vehemente, pero de más capacidad que su hermano”), la reforma le parece digna del “estadista cristiano más circunspecto y más equilibrado”, por lo que considera justa e inevitable la destitución de Octavio, al que conceptúa tal vez con dureza como “convertido en instrumento obstruccionista por el capitalismo”. El final de Tiberio: asesinato y crimen sin paliativos. Y “la gloria de Cayo” intentando remover los “obstáculos constitucionales con que la riqueza egoísta se oponía a la justicia distributiva”, sólo la empaña su alianza con caballeros—injustamente investidos de poderes judiciales—y capitalistas —abrevados con los lucros de Asia—; culpas de nuevo atenuadas por conocedor que era de la cobardía de una plebe que ya había abandonado a su hermano y antes a Espurio Casio.
Con el sistema de Oswald Spengler (1880-1936) uno puede simpatizar o sentirse ajeno mientras avanza en la lectura de La decadencia de Occidente, pero es difícil sustraerse al hechizo de una obra magna entretejida de alardes de agudeza y penetración. A España llegó de la mano de García Morente, que la tradujo del alemán, y de Ortega, que ayudó en la versión y firmó luego el proemio. En su tomo segundo (“Perspectivas de la historia universal”, aparecido en Múnich en 1922), el filósofo del Harz dedica morosos párrafos a la República con diversas catas en la época de los Gracos. Imbuido de Nietzsche y de Goethe, que afloran de trecho en trecho, este pensador se admira de una constitución romana que un tanto azarosamente logra integrar —sobre todo a partir de la ley Hortensia de 287 a. C., que dotaba a los plebiscitos de obligatoriedad legal— las sucesivas revoluciones sociales sin destruirse:
Si Roma resulta un fenómeno único y maravilloso dentro de la historia universal no lo debe al “pueblo romano”, que en sí mismo fue como cualquier otro pueblo, una materia prima sin forma; lo debe a esa clase gobernante que puso al pueblo “en forma” y lo mantuvo en esta situación con la voluntad del pueblo mismo o contra ella… demostró la perfección de su tacto político en el manejo de las formas democráticas creadas por la revolución… lo que podía ser en ellas peligroso, la yuxtaposición de dos poderes incompatibles, fue tratado con perfecta maestría y tácitamente, de manera que siempre dio la pauta la experiencia superior, y el pueblo estuvo convencido de haber tomado él mismo la decisión y en el sentido de sus deseos.[177]
Mas es también en ese proceso cuando se echó la simiente para que se diera la emancipación del dinero aliado con las masas[178] frente a la propiedad de la tierra, lo que eclosionó con los Gracos y luego con Mario, pero que Spengler remonta hasta Gayo Flaminio (“la primera figura cesárea de Roma”), cuando en 220 a. C. prohibió estos negocios a los senadores y abrió a la plebe las centurias de los caballeros. “…y el dinero, en menos de tres generaciones, aniquiló a la clase aldeana”. Y fue durante “la revolución de los Gracos” cuando “la forma interna de la polis” no pudo ya sostenerse, surgiendo partidos de optimates y populares en lugar de Estados como Esparta y Atenas en la lucha por el imperio; y con el cesarismo a la vista como inexorable destino (“Llamo cesarismo a la forma de gobierno que, pese a toda fórmula de derecho público, es en esencia completamente informe”… “Bien claro lo vio César: Nihil esse rem publicam, appellationem modo sine corpore ac specie [Suet. Jul. 77]”). El espíritu y el dinero sostienen, pues, la democracia hasta que el dinero anega a aquél y convierte las elecciones en mercado y el juego parlamentario en función teatral; el capitalismo siempre se adueña del sistema a través de los partidos “populares” comprando a la mitad de sus líderes (lo que para Spengler ni siquiera es corrupción, sino casi lógica irresistible o ciega de los hechos). Y cuando la hegemonía burguesa se llega a hacer insufrible y los partidos no son ya más que séquitos de hombres fuertes, es la hora del césar. El propio Julio alcanzó y dispuso de grandes fortunas, pero no como Verres, apegado al lujo, sino para asegurarse un poder irresistible e informe. Es la reacción determinista y biológica que —desde lo primitivo y lejos de los libros filológico-jurídicos y de las escuelas moralistas— vuelven a protagonizar la sangre, la raza y la vida plena con voluntad de poderío, por decirlo en el lenguaje nietzscheano que prodiga Spengler. Ante esta fuerza cíclica de la naturaleza, poco margen le queda al individuo salvo adaptarse, porque como avisan Cleantes y Séneca: “Ducunt fata volentem, nolentem trahunt”, sentencia con la que concluye La decadencia de Occidente.
Para Gaetano de Sanctis (1870-1957) —el gran historiador de la Antigüedad que firmara junto con otros intelectuales italianos el Manifiesto Antifascista de 1925—, no se podía dudar de que alguno de los diez tribunos de la plebe echaría mano del “arma formidable” que brindaba la intercessio en cuanto Tiberio Graco intentase llevar su ley agraria a votación. Era lógico que en esa corporación hubiese hombres con antiguos intereses en el goce privilegiado del ager publicus, o simplemente ligados a la aristocracia como miembros o como clientes; y en este momento alude al pasaje en el que Tito Livio denomina a los tribunos mancipia nobilium[179]. “Ma conflitto costituzionale —asevera— non vuol dire revoluzione…” De Sanctis desplegó su visión del tiempo histórico de los Gracos en una conferencia dictada en Milán el 20 de noviembre de 1921[180]; en ella fija para sus oyentes el momento exacto en el que el mayor de los hijos de Sempronio Graco pasó de ser reformista convencido del apoyo que la ciudadanía convertiría en sufragios, a revolucionario seguramente malgré lui. Y ese momento fue el primero en el que Roma vio vulnerado su sistema constitucional y unas agitaciones inéditas hasta entonces: el de la destitución de su colega Marco Octavio. Tal gravedad revestía para el catedrático de La Sapienza —y para todas las fuentes antiguas con él— la quiebra de la tribunicia potestas, que vio en ella un salto al vacío que le inspiró este paralelismo histórico:
Se iniciaba la revolución romana. Aquel día Tiberio Graco firmó sin saberlo su propia sentencia de muerte y la de infinitos más. Igual que el 3 de junio de 1789 los diputados del tercer estado que prestaron el serment du jeu de paume firmaron casi todos sin saberlo la sentencia de muerte o de exilio para ellos y para otros sin cuento… Y él, que se había encontrado a la cabeza de una revolución casi sin saber y seguro que sin querer, y ni la sombra tenía del fanatismo revolucionario de un Danton o de un Robespierre, conservó demasiada lucidez mental para no ver claro el peligro…
De Sanctis querría salvar a Tiberio, llevado de la generosidad de su causa y de su delicada crianza al amor de la virtus, pero reconoce que, cometida la primera ilegalidad, sólo le quedaba huir hacia el resto. Perché? Se pregunta. Porque ya no podía traicionar a las masas ciudadanas que él había concitado y porque le impulsaba sin remedio el llevar a cumplimiento el deseo evidente de la soberanía popular de implantar su reforma agraria. Pero la turba es bulliciosa y cobarde; se agita en motines, mas nunca se compromete. Y la reacción en torno a Escipión Nasica es sólida y marcial y sabe que teme la inapelable inclinación del pueblo. Si Tiberio fue un agente de subversión contra su voluntad por cumplir aquélla otra voluntad superior, los reaccionarios lo fueron más, así que la república se hundió irguiéndose en su lugar la interminable pesadilla de las contiendas civiles. Pues las dos Romas de ahora ya no eran como aquellas de plebeyos contra patricios, cuando aún existía el límite infranqueable de la salus populi que permitió a la Urbs conquistar Italia y el mundo.
6. COLOFÓN
“Él, que había iniciado su acción política no como revolucionario —centraba De Sanctis el debate sobre Tiberio en su conferencia—, sino como reformista, al primer tropiezo serio que encontró su obra de reforma, se aplicó sin dudar a la ultima ratio de la revolución”. Cien años después, hemos podido leer una discusión análoga sobre los Gracos pero en un medio actual como Internet y desde trincheras opuestas del espectro ideológico, lo que en general prueba la asombrosa vitalidad cultural de nuestros dos personajes. Dylan Stevenson es un joven profesional de banca radicado en Nueva York, aunque realizó sus estudios secundarios en Harrow —la exclusiva y añeja public school londinense, de donde tal vez le venga su interés por los clásicos— y los superiores de Historia y Economía en la universidad norteamericana Notre Dame. En un artículo publicado en 2019 en la revista digital The Imaginative Conservative[181] y cuyo título reza directamente: “Los hermanos Graco: reformadores, no revolucionarios”, trató de desarrollar esta tesis en el espacio que permite un medio de comunicación de este tipo. Su postura fundamental consiste en desautorizar las etiquetas de proto-comunistas, proto-socialistas o revolucionarios que, a su juicio, han perseguido erróneamente a Tiberio y a Gayo a lo largo de la historia contemporánea, y muy especialmente de la revolucionaria marxista-leninista, hasta el día de hoy[182]. Y en esa línea, establece un juego parecido al de Gaetano de Sanctis cuando comparaba las jornadas ‘gracanas’ con los grandes hitos de la Revolución francesa o descartaba semejanzas de carácter con sus más radicales protagonistas. No hace falta confrontar aquí los fragmentos más elocuentes del Manifiesto de los Iguales de Gracchus Babeuf o del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, con las palabras de Tiberio Graco transmitidas por Plutarco como hace Stevenson, para reconocer con él que los vástagos de Cornelia no eran comunistas. Mas respecto a si fueron o no a partir de algún momento revolucionarios, parece que De Sanctis desgranó ya en su vieja conferencia razones harto poderosas para afirmarlo. Aunque a la postre quizá nos ha convencido más la conclusión a la que llegó en 2014 la especialista de la Universidad de Leiden Saskia T. Roselaar tras revisar en un breve artículo[183] los más conocidos trabajos consagrados a los Gracos desde Katz y Carcopino a Perelli y Von Ungern-Sternberg, pasando por Boren, Fraccaro, Nicolet, Clavel-Lévêque y Gabba, a saber: “Entender los hechos exactos durante el período gracano, así como las intenciones, los logros y el legado de ambos hermanos, figura entre los problemas más complejos que afrontan los historiadores de la República”. Lo cual, complementado con la opinión con la que hace medio siglo cerró don José María Blázquez uno de sus más leídos artículos, creemos que aporta una visión clara de la dimensión cultural de este pasaje de la Historia romana, así como de la imposibilidad de rematar por fin su recurrente debate:
Para los políticos de Roma, como para los investigadores modernos, según en el campo político donde militen, los Gracos son unos criminales o unos héroes.[184]
7. BIBLIOGRAFÍA ADICIONAL
· María José Azaustre FERNÁNDEZ, “La protección de la libertad de voto: de Roma al voto electrónico”, RIDROM Nº. 15, 2018; págs. 500-565. https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom/article/view/18124
· María José Bravo Bosch, “El misterio de los hermanos Graco” en Revista General de Derecho Romano, Nº 29, 2017.
· Ana Isabel Clemente Fernández, “Ante initium suffragium”, RIDROM Nº. 4, 2010; págs. 159-182.
https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom/article/view/17938
· Harriet I. FLOWER (ed.), The Cambridge Companion to the Roman Republic, Cambridge University Press, 2014; 518 páginas.
· Chantal GABRIELLI, Res publica servanda est. La svolta dei Gracchi tra prassi política e violenza nella riflessione storiografica, Universidad de Sevilla-Universidad de Zaragoza, 2022; 230 páginas.
· Fergus MILLAR, The Roman Republic in Political Thought (The Menahem Stern Jerusalem Lectures), Brandeis University Press, 2002; 240 páginas.
· Claude MOSSÉ, L’Antiquité dans la Révolution française, Albin Michel, 2016; 176 páginas.
· Henrik MOURITSEN, Plebs and Politics in the Late Roman Republic, Cambridge University Press, 2008; 172 páginas.
· José Manuel ROLDÁN HERVÁS, Historia de Roma, T. 1: ‘La República romana’, Cátedra, 2007; 784 páginas.
· Armando Torrent, “Partidos políticos en la república tardía. De los Gracos a César (133-44 a. C.)”, RIDROM Nº. 8, 2012; págs.19-78. https://reunido.uniovi.es/index.php/ridrom/article/view/17987
· A. Trisciuoglio, “Comparación entre el tribuno de la plebe y el defensor civitatis. A propósito de la prisión preventiva”, RIDROM Nº. 29, 2022; págs. 336-365.
https://doi.org/10.17811/ridrom.1.29.2022.336-365
[1] Este epígrafe ha sido elaborado por Lucía Melgarejo Meseguer.
[2] Siracusa y Sicilia en general se convirtieron en centros clave para la producción de trigo (Str. 6.2.7, Plb. 1.16.10, Cic. Ver. 2.3.12). La gran bonanza de Sicilia fue alabada por Catón el Censor, quien se refirió a la isla como “nutricem plebis Romanae” (Cic. Ver. 2.2.5).
[3] Las tierras fueron distribuidas entre Rodas y Pérgamo, aliados de los romanos (Plb. 21.42.5, Liv. 38.38.4, App. Syr. 38, Eutr. 4.4, Cic. Sest. 27.58). Tito Livio señala que estos territorios eran particularmente fértiles (38.8.8). Puede consultarse: Francisco MARCO SIMÓN, La expansión de Roma por el Mediterráneo: de finales de la II Guerra Púnica a los Gracos, Akal, Madrid, 1999.
[4] Sobre las duras condiciones de las contiendas, vid. Plb. 35.1.1-6, Flor. 1.33.2. Debido a las numerosas bajas que se reportaban y al pavor general hacia los celtíberos, muchos soldados temían ser enviados a la península (Plb. 35.4.2-6, Liv. Per. 48.17).
[5] Prueba de ello es la proliferación de leyes suntuarias que se observa en la época, como la lex Orchia (que prescribía el número de convidados en las comidas), la lex Fannia (que fijaba el gasto máximo de un banquete en cien ases) o la lex Didia (que extendía la aplicación de la ley anterior a toda Italia, imponiendo penas por su incumplimiento tanto al anfitrión del banquete como a sus comensales) entre otras (Macr. Sat. 3.17.2-6).
[6] Vid. Giovanni ROTONDI, Leges Publicae Populi Romani, Società Editrice Libraria, Milán, 1912; pág. 216. Liv. 6.35.5.
[7] Incluso Licinio Estolón acabaría siendo procesado por incumplir su propia ley, vid. Liv. 7.16.7.
[8] Plut. TG 8.4
[9] App. Hisp. 43, Plut. TG 5.3. Vid. A. Llamazares Martín, “Reconstruyendo la carrera de Tiberio Graco Maior: Algunas reconsideraciones en torno a las magistraturas menores”. Studia historica. Historia antigua Nº 34, 2016, pp. 13-40.
[10] Liv. 45.15.1-8. Cicerón llegaría a decir sobre esta iniciativa: “…quod nisi fecisset, rem publicam, quam nunc vix tenemus, iam diu nullam haberemus” (Cic. de Orat. 1.38). La tribu Esquilina era una de las cuatro tribus urbanas instauradas, según la tradición, por Rómulo.
[11] Plut. TG 1.3, Plin HN 8.13.57, Sen. Helv. 16.6
[12] Cic. Brut. 104
[13] Plut. TG 8.4-5. Vid. A. Intxaurrandieta Ormazabal, “Estoicismo y Blosio de Cumas: de Roma a Pérgamo” en: R. Cordero Maincelle y A. Vázquez Martínez (coords.), Estudos de Arqueoloxía, Prehistoria e Historia Antiga: achegas dos novos investigadores, Santiago de Compostela: Andavira, 2016, págs. 421-438.
[14] Liv. Per. 54.2, App. Hisp. 79, Eutr. 4.17
[15] Plut. TG 5.1
[16] App. Hisp. 80, Flor. 1.34.5, Oros. 5.4.20
[17] Plut. TG 5.3
[18] La batalla de las Horcas Caudinas (321 a. C.), librada en el desfiladero homónimo durante la Segunda Guerra Samnita, es considerada una de las derrotas más humillantes que jamás haya sufrido el ejército romano. Dentro de las condiciones de rendición, se estipulaba que los romanos debían despojarse de todas sus vestiduras y caminar por debajo de un yugo. Los cónsules responsables del acuerdo fueron despreciados y enviados de vuelta a los samnitas (Liv. 9.10, Cic. Off. 3.30.109, App. Sam. 6, Aul. Gell. 17.21.36).
[19] El Colegio de feciales, según mantiene la tradición, fue instituido por el rey Numa Pompilio. Entre sus funciones se encontraba: φυλάττειν ἵνα μηδένα Ῥωμαῖοι πόλεμον ἐξενέγκωσι κατὰ μηδεμιᾶς ἐνσπόνδου πόλεως ἄδικον, ἀρξάντων δὲ παρασπονδεῖν εἰς αὐτοὺς ἑτέρων πρεσβεύεσθαί τε καὶ τὰ δίκαια πρῶτον αἰτεῖν λόγῳ, ἐὰν δὲ μὴ πείθωνται τοῖς ἀξιουμένοις,τότ᾽ ἐπικυροῦν τὸν πόλεμον. (Dion. Hal. AR 2.72.4)
[20] Liv. Per. 56.3, Vell. Pat. 2.1.5, App. Hisp. 83, Flor. 1.34.7
[21] Plut. TG 7.3
[22] Plut. TG 9.1
[23] Publio Mucio Escévola, experto en ius pontificium, fue el responsable de la publicación de los Annales maximi (Cic. de Orat. 2.53).
[24] Publio Licinio Craso Dives Muciano se convirtió en pontífice máximo en el año 132 a. C. y fue famoso por sus dotes oratorias y sus conocimientos en materia de derecho civil (Cic. Brut. 127).
[25] App. BC 1.9
[26] Plut. TG 10.3
[27] El iustitium suponía la suspensión temporal de toda actividad pública y judicial por parte de magistrados, tribunales y jueces ante situaciones que pudieran comprometer la estabilidad del Estado. La primera referencia que tenemos de su aplicación se remonta a los enfrentamientos entre ecuos y romanos durante el siglo V a. C. (Liv. 3.3.6). Podía ser decretado tanto por el Senado como por un dictador (Liv. 7.9.6). Para otros ejemplos, véanse Liv. 4.31.9, 9.7.8, 10.4.1, 10.21.3-6; App. BC 1.55; Cic. Pro Planc. 33. Merece consulta: Álvaro D’ORS, De la guerra y de la paz, Rialp, Madrid, 1954.
[28] Los autores clásicos no se ponen de acuerdo en la fecha de edificación del Templo de Saturno. Sabemos que fue el cónsul Publio Valerio Publícola quien lo convirtió en la sede del erario hacia finales del siglo VI a. C. (Plut. Publ. 12.3). Parece ser que esta elección se debió, además de a las evidentes connotaciones religiosas que el lugar tenía para los paganos romanos, a su ubicación estratégica a los pies del monte Capitolio (Plut. Quaes. Rom. 274F-275A).
[29] Plut. TG 10.6
[30] Si damos crédito al relato de Plutarco, las urnas electorales fueron arrancadas por un grupo de opositores de Tiberio y se sucedió una gran confusión entre los presentes (TG 11.1).
[31] Aparentemente se trataría de Manio Manlio (cónsul en el año 149 a. C.) y Gayo Fulvio Flaco (cónsul en el 134 a. C.), o quizá Servio Fulvio Flaco (cónsul en el 135 a. C.).
[32] App. BC 1.10
[33] Flor. 2.14.5, Vell. 2.2.3, Liv. Per. 58.1. Vid. J. F. Ossier, “Greek cultural influence and the revolutionary policies of Tiberius Gracchus”, Studia historica. Historia antigua Nº 22, 2004, págs. 63-69.
[34] App. BC 1.12. Las fuentes discrepan sobre el nombre de este oscuro personaje: Plutarco le asigna el nomen de Mucio (TG. 13.5), mientras que Paulo Orosio se refiere a él como Minucio (Oros. 5.8.3)
[35] Vid. nota 12
[36] Liv. 2.33.1, 3.55.6, 9.9.1, 29.20.11
[37] Plut. TG 10.9
[38] Más concretamente un dŏlo. Según recoge San Isidoro de Sevilla: “Dolones sunt vaginae ligneae, intra quas latet pugio sub baculi specie. Dolones autem a dolo dicti sunt, quod fallant et decipiant ferro, quum speciem praeferant ligni” (Etym. 18.9.4). Su uso también es reportado en época imperial (Suet. Cl. 13, Dom. 17)
[39] Cic. Brut. 103-104, Har. 41, App. BC 1.9, Plut. TG 2.2-3, Flor. 2.14.1, Diod. 34.5, Vell. 2.2.2
[40] App. BC 1.13
[41] Publio Cornelio Escipión Nasica Serapión, nieto de Escipión el Africano y primo carnal de los Gracos, fue cónsul en el año 138 a. C. y pontífice máximo desde el 141 a. C.
[42] Al cambio, nueve sestercios.
[43] Atalo III, apodado Philometor Euergetes, era hijo del rey Eumenes II y nieto de Atalo I Sóter, fundador del reino de Pérgamo. Sucedió a su tío Atalo II tras la muerte de éste en el año 138 a. C. Hombre versado en botánica y en la preparación de fármacos, escribió varias obras sobre agricultura (Plin. NH 18.22, Plut. Demetr. 20.3, Just. Epit. 36.4-3).
[44] Liv. Per. 58.4, Val. Max. 5.2e.3, Eutr. 4.18, Oros. 5.8.3. El testamento, según recoge Floro, dictaba lo siguiente: “Populus Romanus bonorum meorum heres esto. In bonis regiis haec fuerunt” (1.35.2).
[45] Nicomedes IV Filopátor, hijo de Nicomedes III, ocupó el trono de Bitinia entre el 94 a. C. y el 74 a. C. Durante su reinado se desató la primera guerra mitridática (App. Mith. 10 y 71, BC 1.111, Liv. Per. 93.2).
[46] Prasutago, esposo de la afamada Boudica, designó como herederos de su reino a sus dos hijas y al emperador Nerón (Tac. Ann. 14.31).
[47] Herodes Agripa II, bisnieto de Herodes el Grande, fue tetrarca de Calcis desde el año 48 hasta el 43, cuando el emperador Claudio le concedió el título de rey sobre diversos territorios incluyendo Iturea, Golán, y Batanea (Joseph. BJ 2.215). En la ciudad de Cesarea, ante él y su hermana Berenice, respondió el apóstol San Pablo a las acusaciones de fomentar sediciones entre el pueblo judío (Hch. 25, 13-26, 32). Mantuvo además una íntima amistad con el historiador Flavio Josefo (J. Vit. 364-366).
[48] Conservamos algunas de las críticas que le dirigieron los senadores Quinto Metelo y Tito Annio Lusco (Liv. Per. 58.6, Plut. TG 14.4-9)
[49] Plut. TG 14.4. Las diademas —o coronas— y las telas púrpuras eran presentes que habitualmente se obsequiaban a los reyes: (Liv. 27.4.10, 31.11.12, 30.15.11).
[50] Lucio Tarquinio, apodado “el Soberbio”, fue el séptimo y último rey de Roma. Las fuentes lo describen como un hombre de carácter autoritario y tiránico (Liv. 1.49.1-7).
[51] Espurio Casio Viscelino alcanzó la dignidad consular en tres ocasiones y celebró dos triunfos por sus victorias sobre los sabinos, los volscos y los hérnicos. En el año 485 a. C. propuso la primera ley agraria de Roma. Fue acusado de ambicionar el poder real y condenado a morir en la roca Tarpeya (Liv. 2.41, Cic. Rep. 2.60, Dion. Hal. AR 68-80).
[52] Marco Manlio Capitolino fue cónsul en el año 392 a. C. y participó activamente en la guerra contra los ecuos. Recibió el cognomen por su heroica defensa del Capitolio durante el asedio de los galos. Acusado de querer establecer un régimen monárquico, fue arrojado desde la roca Tarpeya (Liv. 6.20, Val. Max. 6.3.1, Cic. Dom. 101, Plin. HN 7.28.103).
[53] Val. Max. 5.8.1, Liv. 2.4-5, 5.10.4, Dion. Hal. AR 5.10.4
[54] App. BC 1.13, Oros. 5.8.3
[55] Plut. TG 16.1
[56] No tenemos más información sobre esta misteriosa figura.
[57] Vid. ROTONDI (op. cit.), pág. 226. Propuesta por el tribuno de la plebe Lucio Genucio en el año 342 a. C., establecía además la prohibición de la usura, la imposibilidad de ejercer a un tiempo dos magistraturas y abría la puerta a que ambos cónsules pudieran ser plebeyos (Liv. 7.42.2).
[58] App. BC 1.14, Plut. TG 16.2-3
[59] Desde hacía tiempo, cada vez que Graco se mostraba en público lo hacía acompañado de una enorme escolta (Aul. Gell. 2.13.5).
[60] Asistentes de los magistrados con funciones similares a las de los lictores. Se encargaban, además, de transmitir mensajes entre los miembros del Senado, lo que dio origen a su nombre (Cic. Sen. 56).
[61] Flor. 1.14.7, Plut. TG 19.2
[62] App. BC 1.16, Val. Max. 3.2.17
[63] Asesor de Tiberio en la redacción de la ley agraria, vid. nota 22.
[64] Esta forma de ceñirse la toga, conocida también como cinctus Gabinus, estaba reservada para ocasiones religiosas y ritos sacrificiales (Plut. TG 19.4, Vell. Pat. 2.3.1, Val. Max. 1.4.7).
[65] Liv. Per. 58.7, Plut. TG 20.2
[66] Vell. Pat. 2.3.3, Plut. TG 20.1, Flor. 2.14.1
[67] Plut. TG 20.3-4, Sall. Jug. 31.7, Vell. Pat. 2.7.4
[68] Str. 14.1.38
[69] Acaudillado por el general Publio Licinio Craso Dives Muciano. Vid. nota 23.
[70] Plut. TG 20.4
[71] Plut. TG 21.1, Cic. Amic. 37
[72] Vell. Pat. 2.7.4
[73] Plin. HN 7.34.120, Plut. TG 21.4
[74] Plut. TG 3.2-8, Cic. Brut. 125, de Orat. 3.214 y 225, Quint. 1.10.27, Aul. Gell. 1.11.10-16
[75] Prueba de ello son los cipos encontrados en varias regiones de Italia, y que datan precisamente de esta época, vid. CIL 9.1024, CIL 9.1025, CIL 10.3861.
[76] App. BC 1.18
[77] Así lo demuestran los levantamientos en la isla de Cerdeña y otras poblaciones itálicas durante los años previos. Las tensiones continuaron en aumento hasta el asesinato del tribuno Livio Druso en el año 91 a. C., que desencadenó la Guerra Social (91-88 a. C.). No es de extrañar que la aristocracia senatorial acusara a los Gracos de haber quebrantado los tratados pactados con los socii (Cic. Rep. 1.31 y 3.41)
[78] Su hermano Fabio Máximo Emiliano también recurrió a los itálicos durante la campaña militar en Hispania contra Viriato (App. Hisp. 67 y 84).
[79] Cic. Mil. 16
[80] Gayo Sempronio Tuditano, cónsul en el año 129 a. C. junto a Manio Aquilio, se distinguió por su actuación durante la campaña contra los iápidas de Iliria. A su regreso a Roma, fue honrado con un triunfo. Destacó también en los campos de la oratoria y la historia, siendo citado por autores como Aulo Gelio y Macrobio (Aul. Gell. NA 7.4, Macr. Sat. 1.13.21 y 16.32, Cic. Brut. 95, Dion. Hal. AR 1.11.1)
[81] Tribu del norte de Dalmacia. Pese a la conquista de su territorio por parte de los romanos en el 168 a. C., los ilirios se enfrentaron a la República en numerosas ocasiones (Liv. 45.26, Plb. 30.22.1, App. Illyr. 10).
[82] Craso pereció durante el conflicto en Asia contra las tropas de Aristónico (Flor. 1.35.4-5, Liv. Per. 59.4, Vell. Pat. 2.4.1, Val. Max. 3.2.12, Str. 14.1.38). De la muerte de Claudio no tenemos noticias, aunque es de suponer que falleció por causas naturales.
[83] Vid. ROTONDI (op. cit.), pág. 302. Existieron dos leges tabellariae previas a la de Papirio: una propuesta en el año 139 a. C. por el tribuno Quinto Gabinio, que reemplaza el voto oral por el escrito en una tablilla, y otra en el 137 a. C. por Lucio Casio Longino Ravila, que disponía el voto en tablilla para los juicios populares con la excepción de los casos de perduellio (Cic. Leg. 3.16.35-36).
[84] Liv. Per. 59.11; Cic. de Orat. 2.25.106, Mil. 8
[85] Plut. TG 21.4, Diod. 34.7.3
[86] ὡς ἀπόλοιτο καὶ ἄλλος, ὅτις τοιαῦτά γε ῥέζοι (Hom. Od. 1.47). En el relato homérico, la frase es pronunciada por la diosa Atenea en referencia a Egisto, hijo incestuoso del rey Tiestes de Micenas y su hija Pelopia, que sedujo a Clitemnestra, esposa de Agamenón, y en complicidad con ella asesinó a su marido. Más tarde, Orestes, hijo de Agamenón, vengó a su padre dando muerte a Egisto, cuya figura quedó inmortalizada como ejemplo de perfidia y lubricidad. Para más alusiones a Egisto en la tradición romana, vid. Cic. ND 3.91, Suet. Iul. 50.1.
[87] Plut. Regum 82.23
[88] Defendió el proyecto de ley agraria promovido por Lelio y también respaldó la lex tabellaria de Lucio Craso (Cic. Brut. 25, Leg. 3.16.37). Algunos lo contaban entre los políticos más próximos a las causas populares (Cic. Luc. 13). Su enemigo Apio Claudio le reprochó que se mostrara en el foro acompañado de libertos y otros hombres de baja ralea (Plut. Aem. 38. 4-6).
[89] Vell. Pat. 2.4.4, Val. Max. 6.2.3
[90] La lex Villia annalis (180 a. C. Vid. ROTONDI, pág. 278) fijaba en alrededor de los 42 años la edad mínima para acceder al consulado. Sin embargo, en el 147 a. C., Escipión, con apenas 37 años, fue investido cónsul a instancias de los ciudadanos de Roma, que lo querían al mando de la campaña militar contra Cartago (App. Pun. 112, Liv. Per. 50.11, Cic. Amic. 11). Volvió a ocupar el consulado en 147 a. C. para despachar los asuntos en Numancia, a pesar de que la ley no le permitía presentarse nuevamente (Liv. Per. 56.8).
[91] Liv. Per. 59.12, Cic. Amic. 25.96
[92] App. BC 1.20, Liv. Per. 59.16
[93] Según las fuentes, el matrimonio entre Escipión y Sempronia fue muy infeliz. Los rumores sobre su presunta implicación en la muerte del general se debieron, además de a su condición de hermana de Tiberio, a la manifiesta animosidad que existía entre ambos (Liv. Per. 59.17, Oros. 5.10.10).
[94] Plut. GC 10.4
[95] Sobre Carbón recayeron la mayoría de acusaciones (Cic. de Orat. 2.40.170, Fam. 9.21.3).
[96] Algunos autores afirman que el cuerpo de Escipión presentaba evidentes signos de violencia (Vell. Pat. 2.4.5, Plut. GC 10, 4, Cic. de Fat. 9.18), mientras que otros aseguran que no mostraba ninguna herida (App. BC 1.20, Plut. Rom. 27.4). También se barajó la hipótesis del suicidio, al comprobar supuestamente Escipión que no podría cumplir las promesas hechas a los aliados itálicos.
[97] Vell. Pat. 2.4.6, Aur. Vict. De vir. ill. 10
[98] Cic. Mur. 36.75, Val. Max. 7.5.1
[99] Val. Max. 4.1.12, Plin. HN 7.44.144
[100] Concretamente contra Craso: Pompeyo se había comparado a sí mismo con Escipión, y a Craso, con Carbón (Cic. Quint. 2.3.3).
[101] Plut. CG 1.3
[102] Lucio Aurelio Orestes, hijo del cónsul homónimo, tuvo como colega a Marco Emilio Lépido y gozó de cierta fama como orador (Cic. Brut. 25.94). Los fasti triumphales le otorgan un triunfo por su actuación en Cerdeña.
[103] Ya se habían sublevado en varias ocasiones, siendo la revuelta más reciente la de 178 a. C., sofocada por el padre de Gayo: Ti. Sempronio Graco (Liv. 41.12.4-6 y 28.8-9).
[104] Así lo estimaban los antiguos: “luxuriae enim peregrinae origo ab exercitu Asiatico invecta in urbem est” (Liv. 39.6.7).
[105] Plb. 31.25.3-7
[106] Aul. Gell. 15.12.1-4
[107] Aul. Gell. 15.12.2. Téngase en cuenta que la edad de reclutamiento en época republicana oscilaba entre los 16 y 17 años. Nos han llegado algunos testimonios sobre estos abusos: durante la guerra contra los cimbrios, el tribuno militar Gayo Lusio se propasó con uno de los jóvenes a su cargo (Plut. Mar. 14.3.5). Del mismo modo, un centurión llamado Letorio Marco fue acusado de forzar a su cornicularius (Val. Max. 6.1.11). Existía, no obstante, legislación para combatir el estupro: la lex Scantinia. Ésta recibió su nombre del edil —o tribuno— Escantinio Capitolino, quien había intentado violentar a uno de los hijos de Claudio Marcelo (Plut. Marcell. 2.3-4, Val. Max. 6.1.7). Su primera mención en las fuentes, sin embargo, data de la época de Cicerón (Cic. Fam. 8.12.3, 12.4).
[108] Plut. GC 2.2-3
[109] El rey no tenía ninguna amistad especial con la gens Sempronia, pero sí mucho trato con el cuñado de Gayo, Escipión Emiliano (Sal. Iug. 9.2). Aunque con el tiempo las diferencias políticas los enfrentaron, parecía existir cierto vínculo entre el Numantino y su familia política, como lo demuestra el trato privilegiado que recibió Tiberio en el campamento romano de Cartago (Plut. TG 4.4). También podría interpretarse como un gesto más de deferencia por parte de Micipsa hacia la República (App. Pun. 112).
[110] Plut. CG 2.5
[111] App. BC 1.21 y 34, Val. Max. 9.5.1
[112] Lucio Opimio ocupó la pretura en el año 125 a. C. y el consulado en el 122 a. C. A pesar de haber cosechado dos importantes victorias en Fregelas y Capua, el Senado se negó a concederle el triunfo alegando que tal honor estaba reservado a aquellos generales que hubieran ampliado los territorios de la República (Liv. Per. 60.3., Vell. Pat. 2.6.4, Val. Max. 2.8.4).
[113] Cic. Fin. 5.22.62, Inv. rhet. 2.105
[114] “Quo me miser conferam?” —decía— “Quo vertam? In Capitoliumne? At fratris sanguine madet. An domum? Matremne ut miseram lamentantem videam et abiectam?” (Cic. de Orat. 3.56.214).
[115] Plut. CG 3.3
[116] Para introducirse en su labor legislativa o ampliar aspectos concretos, puede resultar útil esta tesis doctoral de 1980 accesible en Internet: Miguel Ángel PEÑALVER RODRÍGUEZ, En torno a las leyes de Tiberio y Gayo Graco, Universidad Complutense de Madrid (405 páginas).
https://docta.ucm.es/entities/publication/3dd889cb-fc66-42ce-92ed-7c66035ef080
[117] Plut. CG 4.1.3-4
[118] Para la lex Sempronia frumentaria, vid. ROTONDI (op. cit.), pág. 307. Liv. Per. 60.7. Los detractores de la ley argumentaron que su implementación resultó en detrimento del erario. (Cic. Tusc. 3.20.48, Off. 2.21.72).
[119] Lex Sempronia militaris (vid. ROTONDI, pág. 308)
[120] H. Mouritsen, «Caius Gracchus and the “cives sine sufragio”», Historia 55.4, 2006, págs. 418-425.
[121] Lex Sempronia agraria (vid. ROTONDI, pág. 307)
[122] Veleyo Patérculo, sin embargo, da a entender que hubo exclusión senatorial: “Por aquella época Cota confió por igual al orden ecuestre y al Senado la facultad de juzgar que Gayo Graco había sustraído a éste en favor de los caballeros, y Sila había devuelto al senado” (II 32, 3). Para las distintas hipótesis, vid. ROTONDI, págs. 308 y 313.
[123] Plut. CG 5.3. Según Plutarco, Gayo fue el primer orador en adoptar esta costumbre, aunque otras fuentes reportan que fue Gayo Licinio Craso (Cic. Lael. 25.96). En cualquier caso, se popularizó a partir de la época graquiana.
[124] Los senadores se habían visto limitados en las actuaciones comerciales por la lex Claudia del año 218 a. C., que les prohibía a ellos y a sus hijos poseer barcos mercantiles con una capacidad superior a las 300 ánforas, facilitando así el ascenso de los équites en este sector (Liv. 21.63.3-4). Más allá de las consideraciones jurídicas, el comercio era considerado un oficio indigno (Plb. 6.56.1-4).
[125] Cic. Planc. 9.23, Liv. 34.16
[126] App. BC 1.22
[127] App. BC 1.23
[128] Vid. ROTONDI (op. cit.), pág. 311. Cic. Dom. 9.24, Balb. 27.61
[129] Plut. CG 8.2-3, App. BC 1.21. Apiano señala que, en algún momento después de la muerte de Tiberio, se aprobó una ley que permitía al pueblo elegir a un tribuno de entre todo el cuerpo de ciudadanos en caso de no haberse completado las diez candidaturas, de manera que Gayo fue designado para el cargo aun sin haberse presentado. Antes de esta, la lex Trebonia del 448 a. C. ya establecía la obligatoriedad de elegir a diez hombres (Liv. 3.65.3-4).
[130] Plut. CG 6.4
[131] Marco Livio Druso, tribuno de la plebe en 122 a. C. y cónsul diez años después. Se enfrentó a la tribu de los escordios en Macedonia, victoria que al parecer le valió un triunfo. En el 109 a. C. fue elegido censor y falleció mientras aún ejercía la magistratura (Plut. Quaest. Rom. 50). Su hijo, del mismo nombre, también ocupó el cargo de tribuno de la plebe y su asesinato precipitó la Guerra Social.
[132] App. BC 1.23, Tac. Ann. 3.27, Plut. CG 8.5-6. Los magistrados podían ejercer su derecho al veto sin alegar ningún motivo.
[133] Parece que éste era un castigo disciplinario muy extendido en los campamentos. Los soldados romanos, en cambio, eran golpeados con una vara de vid llamada vitis, de acuerdo con lo dispuesto en la lex Porcia (Liv. Per. 57.4, Cic. Rab. Post. 4.12).
[134] Plut. GC 10.2, Liv. Per. 60.8
[135] Fulvio también se desempeñaba como tribuno de la plebe durante ese año, algo inusual en el cursus honorum, pues ya había ocupado el consulado anteriormente.
[136] De algunos autores se desprende que el sorteo pudo haber sido manipulado para apartar a Gayo y a Fulvio de la esfera pública durante algún tiempo (App. BC 1.24).
[137] En honor a la diosa Juno, esposa de Júpiter, quien, junto a Minerva y el propio Júpiter, formaba parte de la tríada capitolina. La tradición romana le atribuía un vínculo espacial con la ciudad de Cartago, vid. Verg. Aen. 1.12-16.
[138] Según dictaba la ley religiosa, para fundar una colonia era necesario realizar previamente una auspicatio (Cic. Leg. agr. 2.31, Phil. 40.102). En cuanto al poder de los augures para intervenir en cualquier asunto público: “Quid enim maius est, si de iure quaerimus, quam posse a summis imperiis et summis potestatibus comitiatus et concilia uel instituta dimittere, uel habita rescindere? Quid grauius quam rem susceptam dirimi, si unus augur 'alio die' dixerit? Quid magnificentius quam posse decernere, ut magistratu se abdicent consules? Quid religiosius quam cum populo, cum plebe agendi ius aut dare aut non dare? Quid, legem si non iure rogata est tollere, ut Titiam decreto collegii, ut Liuias consilio Philippi consulis et auguris? Nihil domi, nihil militiae, per magistratus gestum, sine eorum auctoritate posse cuiquam probari?” (Cic. Leg. 2.12.31).
[139] App. Pun. 135
[140] Entre ellos se encontraba Décimo Junio Bruto, fundador de Valentia (Oros. 5.12.7), y Quinto Elio Tuberón (Cic. Brut. 117), sobrino de Escipión Emiliano.
[141] Vid. Nota 111.
[142] Plut. GC 12.1
[143] Es el caso de una lex Sempronia mencionada únicamente por Cicerón y que sirvió de base a Sila para la redacción de su lex Cornelia de sicariis et veneficis (Cic. Clu. 55.151). También conservamos una intervención de Gayo en contra de la lex Aufeia, la cual, según parece, versaba sobre los asentamientos romanos en Asia (Aul. Gell. 11.10).
[144] Plut. GC 12.2-3
[145] Plut. GC 12.4
[146] Uno de los sobrinos de Escipión Emiliano.
[147] Oros. 5.12.5, Flor. 2.3.4
[148] Vid. ROTONDI (op. cit.), pág. 310. Ley promovida por el tribuno Rubrio para establecer la colonia de Gayo en Cartago. Años más tarde, Julio César retomaría este proyecto (Plut. Caes. 57.8, App. Pun. 136, Cass. Dio. 43.50.3-5).
[149] Algunos lo describen como un lictor de Opimio (Plut. GC 13.3), otros como un seguidor de Graco (App. BC 1.25) e incluso hay quienes lo señalan como familiar suyo (Diod. 34.28a).
[150] Esta elección no parece ser causal: la última secessio plebis del año 287 a. C., en la que el Senado reconoció la fuerza de ley de los plebiscita, tuvo lugar precisamente en ese monte.
[151] Cic. Cat. 1.2.4. Tres veces más emitió la República un senatus consultum ultimum: en el año 77 a. C., cuando Emilio Lépido marchó con sus tropas sobre Roma; en 63 a. C. para refrenar la conjuración tramada por Lucio Sergio Catilina; y en 49 a. C., cuando César cruzó el Rubicón y dio inicio a la segunda guerra civil.
[152] Vell. Pat. 2.6.4
[153] Plut. GC 17.3, Val. Max. 6.8.3, Plin. NH 33.14.48
[154] Flor. 2.3.6
[155] Plut. GC 17.5
[156] Vell. Pat. 2.7.3 y 6, Oros. 5.12.9-19
[157] Val. Max. 9.12.6, Vell. Pat. 2.7.2
[158] Plut. GC 18.1, Sal. Iug. 16.1-4, Cic. Sest. 67.140
[160] “…aquel tribuno se ufanó de haber cortado los nervios del orden de los senadores con una sola rogación” (El espíritu de las leyes, Istmo, Madrid, 2002; pág. 273).
[161] Ibid.
[162] Libro XVIII. Tribunado de Gayo. En una nota a pie de página Rollin informa someramente a sus lectores de la evolución posterior de esta medida: “Los caballeros gozaron del poder que les había asignado Gayo durante dieciséis o diecisiete años hasta el consulado de Servilio Cepión, que les asoció a los senadores. Luego los caballeros fueron repuestos en la plena posesión de la judicatura, que de nuevo fue compartida algún tiempo después entre caballeros y senadores hasta Sila, quien privó enteramente de ella a los caballeros”.
[163] J.-J. Rousseau, El contrato social, libro tercero, capítulo 15 (UNAM, México, 1984; págs. 125-126).
[164] Adams destaca con cursivas en su libro estas palabras, que parafrasea de Ferguson: “The distinctions of poor and rich are as necessary, in states of considerable extent, as labour and good government. The poor are destined to labour; and the rich, by the advantages of education, independence and leisure, are qualified for superior stations” (Carta LII, página 360 del primer volumen de la edición de 1787).
[165] La cita entresacada por Rollin de Off. 2, 78 y 79 es: “Qui… agrariam rem tentant, ut possessores suis sedibus pellantur… [ii] labefactant fundamenta reipublicae, concordiam primum, quae esse non potest, quum aliis adimuntur, aliis condonantur pecuniae, deinde aequitatem, quae tollitur omnis, si habere suum cuique non licet. Id enim est proprium civitatis atque urbis, ut sit libera et non sollicita suae rei cuiusque custodia… Quam habet aequitatem, ut agrum multis annis aut etiam saeculis ante possessum, qui nullum habuit, habeat, qui autem habuit, amittat?”
[166] G. B. de Mably, Observations sur le gouvernement et les lois des États-Unis d’Amerique, carta IV; págs. 164 y 165 de la edición francesa de 1784.
[167] G. B. de Mably, Parallèle des Romains et des François par rapport au gouvernement, libro II; págs. 223 y 224 de la edición de París de 1740.
[168] Tac. Ann. 3.27
[169] En su Vida de Voltaire de 1791.
[170] El epíteto se lo puso el prócer ecuatoriano Juan Montalvo.
[171] Alphonse de LAMARTINE, Historia de los Girondinos (edición de Madrid de 1877), tomo primero, libro primero, pág. 4.
[172] Ibid., libro catorce, pág. 348.
[173] Reproducidos en las págs. 130-131 del tomo IV de su Histoire Populaire de la Révolution Française (1845).
[174] Vid. E. Hall y R. Wyles, “The censoring of Plutarch’s Gracchi on the Revolutionary French and Reformist English Stages, 1792-1823” en: J. North & E. Potter (eds.) The Afterlife of Plutarch, University of London, 2018; págs. 127-146.
[175] Alphonse de Lamartine, Historia de la Restauración, libro XIV (1851).
[176] Una breve e interesante discusión sobre las dudas que hoy genera esta supuesta medida de Publícola (impropia del introductor de la provocatio ad populum, pero transmitida por Plut. Publ. 12.1 y Liv. 2.8.2) en: F. Pina Polo, “El tirano debe morir: el tiranicidio preventivo en el pensamiento político romano”, Actas y Comunicaciones del Instituto de Historia Antigua y Medieval, Universidad de Buenos Aires, vol. 2, 2006.
[177] Oswald SPENGLER, La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, vol. IV, Espasa-Calpe, Madrid, 1948; página 220.
[178] Y con paralelismo explícito por parte de Oswald Spengler con la revolución alemana de 1918.
[179] Liv. 10.37.10-11: …adiciebat se quoque laturum fuisse ad populum, ni sciret mancipia nobilium, tribunos plebis, legem impedituros;
[180] G. de Sanctis, “Rivoluzione e reazione nell’età dei Gracchi”, Atene e Roma, octubre-noviembre-diciembre 1921, Florencia; págs. 209-237.
[181] https://theimaginativeconservative.org/2019/11/brothers-gracchi-reformers-not-revolutionaries-dylan-stevenson.html
Fundada en 2010, el conservadurismo de esta revista se declara deudor del del filósofo norteamericano Russell Kirk, y entre sus figuras inspiradoras confiesa, por ejemplo, a Tocqueville, Burke o al Nobel de literatura T. S. Eliot. Varios de sus columnistas han pasado por procesos de conversión al catolicismo parecidos al de Kirk, el propio Eliot (anglocatólico) o Evelyn Waugh; entre ellos Joseph Pearce, conocido en España como biógrafo de Tolkien, C. S. Lewis, Chesterton y Solzhenitsyn.
[182] Stevenson da cuenta incluso de una entrevista realizada en 2015 a la popular catedrática de Oxford Mary Beard, donde el entrevistador vuelve a aludir a lo de proto-socialists para referirse a los Gracos.
[183] Roselaar, S.T., 2014. ‘The Gracchi brothers,’ en: Oxford Bibliographies (Oxford and New York: Oxford University Press). https://www.oxfordbibliographies.com/display/document/obo-9780195389661/obo-9780195389661-0221.xml
[184] José María Blázquez Martínez, “Los Gracos: una gran revolución abortada contra la plutocracia de Roma, años 133 y 123 a.C.” en Jano: Medicina y humanidades, Nº. 90 (3 de agosto de 1973), 1973, págs. 74-81.